Recuerdos de familia- Hilda G.M.



Hilda G.M.

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Si me preguntaran qué recuerdos tengo de mi infancia en la casa de mi abuela, les hablaría de una noche que pasé sin dormir, oyendo cómo el viento zarandeaba las ventanas y lanzaba pedruzcos contra el tejado. Y si me pidieran más detalles, únicamente podría agregar la sensación aquella de estar acostado, solo, como si nadie más hubiera en la casa, mientras el viento parecía buscar alguna rendija para alcanzarme.

Mi madre contaba que mi fobia a las escaleras de caracol viene precisamente de los tiempos en que vivíamos con la abuela; decía que yo era un bebé demasiado activo y que un día casi me mato al intentar bajar gateando por una de esas escaleras que había allí. Yo, la verdad, no me acuerdo ni de la escalera ni del accidente.

Lo curioso es que nunca volviéramos a visitarla, como si la abuela o la casa misma tuvieran algo de culpa. Era yo muy chico todavía cuando mis padres se divorciaron y mi madre, por lo visto, decidió llevarme lo más lejos que pudo de la familia paterna.

Luego crecí, me fui de casa para estudiar en la capital y ahí me casé, pero cuando mi ex y yo nos separamos, decidí volver a vivir con mi madre que ya se veía algo cansada. Han pasado ya unos quince años desde entonces. Nunca me hubiera puesto a pensar en la casa de mi abuela, ni en esa época de mi vida, si no fuera porque ayer, cuando sentía que se estaba muriendo, mi madre me confesó que la abuela le había escrito cuando yo era estudiante y que en su carta pedía que la visitara, que no quería morirse sin verme. Mi madre me rogó que la perdonara por no haberme dicho nada de eso, ni siquiera cuando se enteró de la muerte de la abuela.
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Esperanza de vida- Gina D´Algo



Gina D´Algo

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Viene de fundar una asociación para dar voz y ayudar a las personas que padecen las mismas deficiencias que él sufrió.
Ligeramente recostado en su sofá, degusta una copita de buen vino y escucha a Manolo Caracol, sin darse cuenta de cómo afuera el viento empieza a arreciar.

Ese mismo tema flamenco sonaba hace unos años, cuando lo llamaron para darle la noticia más deseada. Una familia desconocida había tenido la generosidad de regalarle un pedacito de su malogrado bebé. Desde entonces, aquella suerte de lavadora le había permitido hacer su colada interior, por él mismo, liberándolo de seguir enganchado a una máquina cuatro horas al día, tres veces a la semana.

Por ello se siente muy feliz y agradecido. Pero si algún día se le olvidara lo afortunado que es, el bordado que lleva en el costado derecho se encargará permanentemente de recordárselo.
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Contemplando un pesebre- MT Andrade



MT Andrade
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Llegué algo tarde. Bulliciosos, todos pululaban por el patio caluroso. Crepitaban los leños entre las llamas y la carne goteaba su grasa sobre rojizas brasas, despidiendo pequeñas columnas de humo con aroma a hecho. El whisky iba y venía.
Entré en la casa. Solo, apenas alumbrado se encontraba un pesebre que alguien había armado días atrás. En el piso me senté con las piernas cruzadas y traté de penetrar en ese silencio llamativo. Allí estaban todos los pesebres: el que de niño vi armar a mi madre, el de mi hermana menor, la que hoy no está, el de mi esposa. Está también el microrelato que escribiré para una niña, pensando en una hermosísima construcción confeccionada con rama de olivo.
El hogar de una férrea estufa a leña era su alojamiento. Aprecié dos niveles. Lo enmarcaban, por la parte inferior, un blanco mantel con diseños navideños, a mi derecha un árbol muy rojo y encima hojas plateadas, flores y bolas rojas. Muy llamativo, muy mundano. Si el constructor se hubiera animado quizá pudo haber agregado una que otra arrugada bolsa de nylon, o trozos de plástico para hacerlo más actual…
En la parte frontal derecha, delante del árbol y de la fachada de festejo instalaron, horizontal, un espejo, un lago. Un remanso para soportar el exceso. Una fuente de agua viva.
Hacia el interior, sobre viejos almohadones de diseños diferentes, se simbolizaba la tradicional imagen. A la izquierda, simulando el campo de los pastores, se representaba una efigie secundaria, casi inadvertida.
En Belén hoy, existen dos lugares figurativos, que distan alrededor de dos quilómetros y medio. Uno es el campo de los pastores, el otro, el del nacimiento, ahí donde se encuentra la iglesia de la Natividad. Esa construcción cuyo acceso mide poco más de un metro de alto. Es necesario agacharse para poderla trasponer.

Adelante y hacia el centro, aun sobre el mantel los tres reyes magos no han salido del ruido del mundo y deben recorrer aún un largo trecho. Les queda cruzar un puente que les allanará el camino. Siguen la estrella que es muy clara para quien la ha hallado y no tanto para quien peregrina. Por un instante me acerco a ellos, como yo están desorientados. Se encuentran en al palacio de Herodes. Me paro sobre la exquisita decoración de sus mosaicos. Hablan entre ellos. No se necesita conocer sus lenguas. Llevan los regalos ¿Están siguiendo el camino correcto?
Los dejo atrás, cruzo el profundo valle y me acerco a los humildes trabajadores. Uno tiene una oveja a su lado. Se escuchan las notas de una flauta dulce. Comen pan con queso y beben vino. No hablan, escuchan. Un ángel de vestimenta roja, lento, se acerca trayendo el anuncio a esos pequeños, que, llamados, escucharán con atención y algarabía.
Camino por el desierto gris con escasas y frescas islas verdes de arbustos. Busco una gruta entre tantas grutas, un cobertizo entre tantos cobertizos. Busco a quien no han querido alojar, ni querrán nunca, ni siquiera hoy. Será el rey que no tendrá donde reposar su cabeza. Uno en una sagrada familia de tres.
Es un bebé común, igual a cualquier otro, más humilde y más grande. Recordará a su madre guardar recuerdos en su corazón y contar una y otra vez las mismas anécdotas.
Desde el principio de los tiempos llegó a disfrutar de la arena y del viento. A dejar escapar entre sus dedos la arena blanca y a retener caparazones de caracol.
Del centro emana una luz potente y tenue que alumbrará por siempre a quienes quieran verla.
A su lado se encuentra José, hombre fuerte y recio, bastón en mano, que es apoyo y que es también arma. Es el encargado de guiar y proteger el niño, de conducirlo por caminos misteriosos, no siempre seguros.
No falta el borrico, en el que María, embarazada, llegó cabalgando. Sobre su lomo ha recorrido los ciento treinta quilómetros que la separan de su pueblo, Nazareth. Y estarían todas las cosas que el autor hubiera querido incluir.

Afuera aumenta el estruendo. Dejo el pesebre y la casa. Salgo hacia la comida, los cohetes, las luces, el champagne… Hacia los saludos y los festejos, que no están mal. Adentro el niño continúa jugado con arena.
—¡Oye! ¿Dónde has estado? ¿Has olvidado que estamos festejando? Deja tus problemas para otro día. Toma una copa. ¡Brindemos! Esta noche es nochebuena y mañana es navidad. —Es como si dijeran al unísono.
¡Feliz Navidad! —Respondo.
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PERSIGUIENDO EL VIENTO- (R)- Estel Vórima



Estel Vórima


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Decía que era perseguir el viento. Sí, había salido a perseguirlo. A conseguir aquella historia que nunca podía contar. Ese día salí a buscarla por un sitio diferente del parque. Había estado lloviendo tres días y todo estaba húmedo. Mis botas manchadas de barro tuvieron cuidado de no pisar aquel caracol, que con su casa a cuestas, avanzaba por la fresca hierba.

«Mmm. Me encanta el olor de la hierba mojada, de la a». Di un suspiro y volví a aspirar con fuerza. Esta vez el aroma no solo fue fresco sino dulce. Como un perrillo seguí mi olfato y giré a la izquierda, en lugar de seguir recto. Esa vía me llevó a una recién inaugurada pastelería. Daban un café gratis por la inauguración, y esos bollos, pasteles y bombones tan aromáticos tenían un 10 % de descuento. Si no babeé cual bebé fue a base de fuerza de voluntad.
Aquella pastelería olía a gloria, casi tan bien como la hierba fresca. Estaba decorada con papel y libros antiguos y había un par de mesitas pequeñas. Todo estaba hecho a mano, bollería incluida. Lo regentaban dos hermanas. Una llevaba el horno de leña y la otra atendía la clientela. Sus pasteles y panes tenían divertidas formas. Animales mitológicos, personajes de dibujos animados. Estaban expuestos de tal forma que contaban una historia. Me pareció ver siete enanitos...

«Mmm. Me gusta el mensaje del humo del café». Calidez, sabor, descanso, despertar...

Viento, aderezado con aroma de café, dulces y hierba fresca.
No sabía si contaría o no la historia que había salido a perseguir. Lo que sí sabía era que muchas veces, como las setas, las historias brotan donde menos te lo esperas.

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EL PASEILLO- Isan



Isan
https://unacapadebaniz.blogspot.com

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Creo que hoy me llevan de paseo. El paseíllo lo llamo porque me recuerda el de las corridas de toros por el espectáculo que montan y porque ponen en peligro mi integridad. No augura nada bueno. Miedo me da. Empiezan pululando a mi alrededor y los temo más que a un nublado. No digo esto de coña. Parece una fijación, pues lleva no-sé-cuantos días sin llover y ya toca. Siempre hacen lo mismo. Me tienen aquí acoquinado en un rincón oscuro y, en un improviso, sacan unas ropas estrambóticas de los tiempos de Maricastaña, tan viejas y raídas que ni yo mismo sé de cuando son. De mi época no, está claro. No recuerdo haberlas llevado jamás.

La Benita y sus adláteres como las llamo, más carcamales que yo —ya es decir— siempre andan pululando de aquí para allá pero sin hacerme ni caso, pero en estas ocasiones me pasan la esponja por la cara como si tuviera babas. A cada pasada me quitan ese tomo risueño y jovial que me ha caracterizado. Se empecinan en peinarme dejando un mechón en forma de caracol como si fuera un bebé. Más vale que no se les ocurre rematarlo con un lacito rosa. Y no les des ideas. Después otros igual de decrépitos, gente más dada al chismorreo que a la reflexión, me montan en la silla y ¡hala! a pasear. No me hace ni pizca de gracia.
Por la calle todos me miran como a un bicho raro. Normal, con las pintas que llevo no se sabe si voy a un baile de disfraces o lo hago para provocar que tanto mola ahora. Estoy a medio camino entre Lady Gaga y el Payaso Asesino. O sea, no digo más.

Para mayor escarnio van entonando la misma cantaleta desde que ponen el pie en la calle. Siempre la misma ruta por todo el pueblo a trompitalega, como dicen por aquí estos lerdos, o sea a trompicones, con un desprecio absoluto a lo delicado de mi físico que está para mírame y no me toques. Que, digo yo, adecentar un poco el pavimento no vendría mal o, en su defecto, que me trataran con la delicadeza debida.
Cansados de zascandilear a su antojo, me traen a casa, pero antes, en el colmo de la depravación, me dan una vueltica por el orillo del barranco en una extraña danza macabra, así como quien no quiere la cosa. Lo tomo como una velada amenaza con soltarme si no cumplo con sus pretensiones. Serán… ¿Pero qué les habré hecho yo?, me pregunto. Por si acaso estoy calladito porque llevan la maldad esculpida en el rostro. Les conozco.

Ya en casa, entran todos en tropel y ahí todavía lo paso peor. Se me abalanzan encima para saludarme, algunos me dicen cosas que prefiero no escuchar. Me tocan descaradamente gentes que ni siquiera conozco, incluso me dan palmaditas y besos. ¡Uf! qué asco, eso sí son babas. A algunos les huele el aliento a ajo y a sebo, otros parece que no se han lavado en meses. No vendrá gente lozana, no. De esos —y esas, como hay que decir ahora— pocos y, si alguno, feos o deformes son los que se acercan. Cuando han terminado de sobarme, empieza otro tío vestido aún más raro que yo a pedirme cosas. ¡A mí! Vaya falta de consideración. Como remate final me echa agua a la cara el desgarramantas ese. ¿Es que no son conscientes del lamentable estado en el que me encuentro? Algún día me va a dar un repente y entonces van a temblar los muy…

Estoy en el final de un proceso destructivo irreversible que en otras circunstancias sería desalentador, pero dada mi situación a mí ya no me importa un pimiento.

Pero quién se creen que soy aparte de un simple pedazo de madera y con bastante carcoma, por cierto. Más les valdría darme un tratamiento con insecticida y remozar la pintura si quieren que dure otros trescientos años; no sé cómo no se fijan en el rastro de serrín que voy dejando por las calles con el meneíto de marras.
Os lo voy a decir en vuestro idioma a ver si así lo entendéis: ¡irsus pa´casa y dejarme en paz! Mañana caerán chuzos de punta, y no es porque lo quiera yo, lo dicen las témporas. Que no os enteráis. Y ojalá se os aneguen los campos que sois más cansos que la vendimia con barro. ¡Anda, iros a tomar viento. Que os den!

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SUSPIROS - Juana Medina



Juana Medina

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Este año, el primer viento de primavera ha dejado un colchón cerrado de hojas secas sobre todo el jardín. Está tan parejo y los distintos tonos marrón rojizo, negruzco, amarillento hacen dibujos tan sugerentes y bellos que más que rastrillar y limpiar, y dejar el terreno preparado para un pasto fresco, verde, me dan ganas de pintarlo.

¿El colchón donde se recostará la vejez? Sí, en cierto modo esa es la imagen. Pero el recuerdo es el sonido de las hojas secas al quebrarse bajo los pies de una niña que corre y grita entusiasmada por el primer cielo azul, por el aire que la empuja y llena de alegría la vitalidad que la desborda. La niña que fui.

Suspiro resignada. Siempre suspiro ante las obligaciones cotidianas que me llevan a deshacer lo bello en pro de lo práctico.

No, me corrijo: suspiro siempre. En casa me llaman “la suspirosa”, porque es lo primero que hago después de abrir los ojos, cuando veo las noticias que hablan de un mundo en llamas ante el que no queremos rendirnos, pero no sabemos cambiar. ¿Qué haríamos si lo hiciéramos nuestro, sin los otros? Desconozco el origen de mi hábito, pero sé que cuando lo registré como característica propia, me di cuenta de que pertenezco al aire tanto como él me pertenece. Cuando aspiro, es mío en mis pulmones, así como cuando lo suelto y lo doy, pertenezco a todo el aire exterior.

Empiezo a limpiar. Alrededor de los troncos de los árboles, bajo las hojas secas hibernan todavía cientos de caracoles. Levanto uno que empieza a abrir la capa protectora que tejió. Va asomando como si se desperezara.

“Caracol, col, col,

Saca tus cuernos al sol”

cantaba mi madre cuando yo era bebé, mostrándome sus antenas mientras lo sostenía en la palma de la mano.

—¡Son plaga! —grita mi hermana que acaba de aparecer en el jardín. Ella cuida las plantas y sus flores y se ocupa con dedicación de una parte del terreno donde cultiva algunas verduras, “su huerta”.

—Lo sé, lo sé… —respondo apenas, mientras le entrego el rastrillo.

Comienza metiendo caracoles en una bolsa para el primo que los salta con ajo y perejil, pero a medida que encuentra más y más, se desespera y grita como si los caracoles quisieran hacerle daño. Se enfurece, los pisa con rabia.

Vuelvo a suspirar. Ítalo Calvino hizo que su Barón Rampante a los doce años trepara a vivir para siempre en las copas de los árboles por no comer los caracoles que había visto hervir vivos a su hermana. En este momento, envidio al Barón.

Rastrillo en mano, frenética, desesperada, se vuelve hacia mí para que responda por ellos. Mi hermana es el dictador. Yo, la revolucionaria que dirige la rebelión de los caracoles. ¿Por qué, si no, han elegido nuestro jardín? Mi permisividad, mi “vivir y dejar vivir” deben ser responsables aunque ella no pueda explicarlo. No me hablará en todo el fin de semana.

A punto estoy de contestar enojada, pero reconozco su entrega y su cuidado por la huerta y las plantas. Soy la única persona presente, y ella tiene buenos motivos para defenderse de la plaga.

Decimos amar la naturaleza y vivimos destruyendo todo lo que no nos gusta de ella. A su vez Madre-Natura se encarga de diversas maneras de nuestra destrucción. ¿Seremos siempre depredadores?

La dejo en su danza de bruja contra los caracoles, y entro a casa.

Otro suspiro. Este es más hondo.
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CELEBRACIÓN DE NAVIDAD - Jeremías



Jeremías

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En singulares oleadas pocos presos van llegando desde las barracas y en silencio ocupan los largos bancos de madera que ellos mismos han construido y lustrado.
El Obispo, los sacerdotes y los integrantes de la pastoral, de pie junto al bebé en pañales, los reciben con la simpatía de siempre.
Ahí está el nuevo. Donald, el que ha comenzado a purgar una pena que supone será de siete años. En silencio continúa descargando su dolor en una especie de confesión, de la cual aún no puede salir. Mató a un hombre que a su vez había asesinado a su hermano, delante de los hijos. Actuó en venganza y también mató. Las imágenes se repiten una y otra vez en su mente. Era su obligación proceder así. Era su deber. Se lo enseñaron desde niño.
Miro a Omán, a quien compré un tapiz que tejió en lana con figuras de caracoles rojos. Muy artístico. El tiempo de los presos da para mucho. Pagué por él dos quilos de yerba Canarias, cuatro paquetes de tabaco de armar Cerrito y cuatro paquetes de hojillas. Llevaba años. Ahí mismo se bautizó. Vive en un recodo del arroyo Pando y sé que no debo visitarlo.
También veo a Denzel quien un día de invierno concurrió de ojotas. No llegó a tiempo para los pocos pares de medias gruesas que distribuimos. Me comprometí a llevarle zapatos adecuados. Calza 42, igual que yo. En algún lado tenía botas nuevas, las había comprado al final de la temporada pasada. Esos días, pasé más frío yo, pensando en que no se las había llevado, que él mismo. Cuando, a la visita siguiente contento atravesé la guardia el hombre ya no estaba. Los reclusos de su barraca habían sido trasladados debido a una trifulca. Colchones quemados, cortes (perfiles de hierro de hasta un metro de largo), bloques partidos, trozos de techo, todo sirve como arma. Terminó con un chico muerto.
Ahí está el que solicitó traslado desde la cárcel de Tacuarembó para poder estar con su hermano. “Claro robo carteras. ¿Trabajando en qué voy a ganar lo que gano así? Desde pequeño vi a mi padre y a mi tío llegar con cajas llenas de joyas. Espero que mi hijo vea distinto. Con su madre también presa…”. Todavía hoy me sorprende su cultura y su optimismo. No pude despedirme cuando salió.
Hoy William firmó la sentencia, le dieron 7 años y medio, esperaba 8. Lleva casi tres años. No quiere calcular cuántos le quedan, no se anima a pronunciar el número. Está muy deprimido. Está sentado justo al lado de Diego que se va en un mes.
William ha llegado del juzgado y dice: —cuando salgo, no me da la vista para mirar todo —su cara se tensa y revolea los ojos imitando ese momento.
Durante el periodo de espera se nos acercó un recluso: Dylan. Nos dejó su número de teléfono. Mañana sale en libertad luego de dieciocho años y algunos meses. Hacía días que disfrutaba de salidas transitorias. El hombre despeinado por el viento, pintaba el frente del edificio penitenciario. En la cárcel aprendió a hacer trabajos de albañilería, trabaja ahí por un salario muy mínimo. Es de Sauce, tiene donde vivir: la casa que fuera de su madre. La está arreglando. Necesita trabajo. No quiere volver a delinquir. Es una situación complicada por sus antecedentes, como lo es para todos los que salen. Ya tiene 51 años de edad. Es una persona reposada. Hasta hoy, la cárcel ha sido su hogar.
—Hoy muy temprano salió Rodrigo —nos comenta el operador carcelario— no tenía dinero para pagar el ómnibus. Se fue caminando.
Tenemos que adelantar la salida. Uno de ellos ha subido al punto más alto de la escalera que lleva a los tanques de agua. Ahí permanece, lo vemos. El patio ha quedado vacío. Mirta le saluda con la mano y le dice, como es su costumbre, “Dios te ama”. Nos quedamos viendo, de alguna forma apoyándole para que baje. Un guardia de particular le habla. Desciende un tramo. A mitad de camino para y pone su mano en forma de arma. Y le dice algo: si cuando baje no cumple lo que ha prometido lo matará, a él o a alguno de los otros.
El agente nos dice: no saben la cantidad de situaciones dramáticas, similares a esta que presenciamos, “las cosas que vemos aquí”.
Como quisiera estar presente en la celebración de Navidad, pero esta terca enfermedad no me lo permite hoy.
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Hay cosas que no cambian - Ratopin Johnson



Ratopin Johnson


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Aquel día, en la plaza detrás de la mía en el garaje del edificio, normalmente vacía, había no solo un coche, sino también una motocicleta delante de él, que invadía mi zona. Me costó un poco, pero al fin estacioné.

—Pues tiene espacio por detrás…Deber ser nuevos. Tendrás que hablar con ellos –—dijo Eva, mi mujer masajeándose su barriga de embarazada.
—Sí —contesté.

Algo me dijo aquel apellido que leí en el buzón, pero no caí en ese momento. Me abrió la puerta un individuo grande, como de mi edad, con aire cansado, al que le expliqué la situación. Dijo que lo sentía, y que echaría un ojo, aunque no me pareció que tuviera mucho interés.

—Me ha costado aparcar, no querría dañarte la moto.
— ¿Eso ha sonado como una amenaza? —dijo abriendo los ojos.
—No —balbuceé—. Bueno, gracias. Soy del Primero B. Andrés. Andrés Pérez – dije extendiendo mano. No hizo ni amago de estrechar la mía. Se quedó pensando.
—Andrés Pérez. Ahora te reconozco, eres Pérez: Perejil —dijo.
— ¿Cómo?
—Soy Carlos Porta, del colegio, ¿eres tú, Perejil?

Tontodelculo Porta enfrente de mí, treinta y tantos años después. Asentí, y entonces me sacudió la mano con fuerza muy contento.

—Pues sí, vivo aquí con mi familia desde hace años.
—¿Tienes hijos?
—Sí, un chico de diez años, y vamos a tener un bebé. Será una niña, para el mes que viene.
—Jo, qué bien Perejil.

De pronto se puso serio.

—Yo tengo un par de chicos. Me he divorciado hace unos meses. Hace poco que me he mudado.
— Vaya, lo siento.
—En fin —dijo recuperando la compostura— ¡Si es que son unas guarras, Perejil!

Perejil era un caracol con rizos y gafas, amigo de la gallina Caponata en Barrio Sésamo, un programa infantil de televisión. Según Tontodelculo eramos iguales. Su afición era amedrentar a niños más pequeños. Conmigo la tomó durante un tiempo, me insultaba, me quitaba el bocadillo, me empujaba y me ponía la zancadilla por los pasillos. Llegó incluso a meterme la cabeza en el inodoro. Un auténtico matón. En aquellos tiempos el bullying no se sabía ni lo que era.

—Tenemos que quedar. ¿Cómo se llamaba ese amigo tuyo tan grande?
—Felipe —respondí.
—Eso, Felipe Barrios: el Gordinflas – dijo con sorna.

Tardé en contarlo en casa y los profesores solían decir: «tranquilo, las palabras se las lleva el viento». Las palabras quizá, pero el susto del cuerpo y los moratones, no. Quién acabó con todo esto fue Felipe. Llegó al colegió y decidió protegerme. Tuvo una pelea épica con Tontodelculo. Nadie se metía con él. Ni conmigo.

Felipe y yo perdimos contacto muchos años. Después, hacía un par, me localizó por internet, y nos íbamos viendo más o menos. Estaba divorciado también, con una niña, y bebía, bebía demasiado. No lo estaba pasando nada bien.

Tontodelculo no movió la moto. Insistí, y contestó con algo como «pero bueno, estás aparcando, ¿no?». Eva llamó a su puerta también, y le soltó perlas como «vaya barrigón» y «¿no tiene huevos tu marido de venir?». Me lo relató indignada, le salían chispas de los ojos. Cuando Felipe, al que ella conocía, había vuelto a entrar en mi vida, yo le había contado la historia del colegio. Así que, ante su sorpresa, concluí diciendo: «ese es el tipo que me acosaba».

Pasaron unas semanas, y nada cambió. Un día Felipe llamó. Fui a recogerle con el coche y lo llevé a casa para que cenara con nosotros. Se notaba que había bebido. Al salir del vehículo, se quedó mirando la moto de detrás.

—Joder, qué jeta tiene la gente.
—No hay manera de que la mueva. No adivinarías nunca quién es el propietario.

En ese momento retumbó una voz en el garaje.

— ¡Qué bueno. El Gordinflas. Estás igual! ¡Perejil y Gordinflas juntos!

Era Tontodelculo.

— ¿Tontodelculo? –— preguntó Felipe estupefacto—. Toma ya.
—Ves, has aparcado —dijo dirigiéndose a mí.
— ¿Es tuya la moto entonces? —dijo Felipe.
—Sí.
— ¿Harías el favor de moverla?
—Tampoco molesta tanto.
— ¿O la muevo yo?
—Atrévete Gordinflas.

Felipe se atrevió, claro. Arrojó la moto al suelo, delante de Tontodelculo.

—Gordo hijo de puta. Tú y yo teníamos una deuda pendiente – bramó rabioso y se lanzó sobre él.

Intenté decir algo o quizá no. Dos tíos cuarentones peleándose. Cuando rodaron por el suelo, me sentí transportado al patio del colegio, y los vi de niños, aquella lucha épica con la que Felipe consiguió que me dejara en paz para siempre. Y aquí estaba otra vez, mi amigo defendiéndome.

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Los perrillos - Ofelia Gómez



Ofelia Gómez


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Entre los lejanos recuerdos de mi infancia aparece con frecuencia una mañana en que junto con mis primos salimos a correr por el campo. Mamá nos había advertido “Cuidado con las avispas” y “No vuelvan llenos de barro”. Pocos minutos después ya no recordábamos aquello de avispas y barro, así que saltábamos charcos, tirábamos cascotes a los pájaros y arrasábamos con cuanto rosado huevo de caracol apareciera en nuestro camino.

Éramos felices de estar juntos, como todos los veranos. Reíamos sin motivo y hacíamos planes para juntar piedritas y prepararnos para una batalla con nuestras hondas, pero luego de andar dando vueltas un buen rato hubo algo que nos detuvo. El suave viento, que era en realidad una brisa, nos trajo un olor extraño, hasta que vimos que a unos pocos metros había un bulto entre los pastos. Nos quedamos quietos mirándonos sin hablar, dudamos un instante. Ninguno de nosotros demostraba ese cierto temor a lo extraño que parecía envolvernos, hasta que Mario, que era el mayor del grupo, salió corriendo para ver de qué se trataba, y los demás lo seguimos con cierto orgullo por nuestra valentía. Era nada menos que el cadáver reseco de un zorro, seguramente muerto hacía bastante tiempo.

Esa aventura nos enseñó tempranamente la fragilidad de la vida. Nuevamente seguimos nuestras correrías fingiendo alegría, pero poco a poco nos fuimos separando. Me quedé solo con mis pensamientos tristes y me eché bajo un árbol. El sol pegaba fuerte y estaba cansado.

Del lado de las casas podía ver que se acercaban las socarronas hijas del capataz. Oía sus risas y sus cuchicheos mientras avanzaban hacia mí. Les gustaba burlarse de mi escasa experiencia en las cosas del campo, decían que era más molesto que un bebé. Me puse de pie dispuesto a alejarme de ellas.

Corrían rodeadas por sus tres perritos caniche toy que solo servían para hacer ruido y me mordisqueaban los tobillos apenas me descuidaba. Tuve éxito en mi huida, y hoy, al recordar la escena, pienso que esos perrillos no habrían existido si no fuera por el capricho de aquellas niñas. Imagino que, con el paso de los años, se habrán convertido en señoras serias y sin mascotas molestas.

Mis primos y yo nos desparramamos por el mundo, aunque a veces nos reunimos a través de la pantalla del ordenador, y entonces fingimos una alegría extraña como aquella vez que descubrimos lo frágil que podía ser la vida.
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Rebelión (R) - Vespasiano



Vespasiano

lhlupianes.blogspot.com.es


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Esta es la historia, transmitida oralmente durante siglos, de la especie Cryptomphabulus alonensesis...

Grimpolin era un caracol hermafrodita, como los demás, pero su órgano masculino sobrepasaba con mucho al del resto de su comunidad. Por eso era el preferido por todos sus semejantes a la hora de aparearse.

También era un excelente padre, pues no solo se preocupaba de la camada nacida de sus propios huevos, sino que se desvivía por los nacidos de otros óvulos, de congéneres suyos, que habían sido fecundados por él.

Y es que los miles de caracolillos venidos al mundo de sus cuantiosas inseminaciones, a diferencia de otros gasterópodos, eran poseedores de un cuerpo elegante y cabeza prominente donde unos pequeñísimos ojos brillantes le permitían caminar y copular a plena luz del día, además de tener el caparazón dorado más llamativo que uno pudiera imaginar; y lucir vistosos cuernos, que ya quisieran para sí los sufridos campesinos del condado de Neustrisia, portadores de ellos, gracias al derecho de pernada del despótico señor feudal Herluín II.

A los oídos de Hrolf, el repostero más famoso del territorio había llegado la noticia de que en Tarquinia, allá por el año cincuenta antes de Cristo, Fulvius Hirpinus había construido una granja para la cría y consumo de esas extrañas criaturas.

También sabía que la carne de esos invertebrados era un excelente afrodisiaco. Por eso pasaba muchas horas empeñado en elaborar un hojaldre repleto de moluscos de tierra, para agasajar al rey Arnyulfo; que lo dotaría de la energía suficiente para consumar su casamiento con una linda dama del país vecino, ya que a las mujeres de su Reino del Viento Rampante no podía vérseles la cara debido a que siempre tenían el pelo enmarañado cubriéndoles el rostro.

Aquella noche había llovido copiosamente; así que a la mañana siguiente Grimpolín sacó de la madriguera a sus rubios querubines para que disfrutaran del placer de retozar deslizándose por encima de las hojas caídas.

El ruido de las ramas de los árboles, al troncharse unas tras otras, próximo a donde se encontraban le alertó de la presencia de un extraño. Lo más deprisa que pudo, avisó a su camada para que se metieran debajo de las hojas. Pero el hombre llegó a tiempo de ver, asombrado, el brillo dorado de aquellos animalillos que no habían podido esconderse.

“¡Santo Dios! ¡Que criaturas más fantásticas! Con este género seguro que consigo encontrar el punto exacto para la fórmula de mi pastel real”.

Grimpolín se sintió impotente mientras el miserable rebuscaba entre las matas recogiendo a todos sus hijos. Desesperado por la pérdida de sus descendientes, se puso en marcha lo más rápidamente que pudo, contrayendo y alargando con ahínco su cuerpo elongante.

Llegó extenuado al claro del bosque con los ojos inundados de lágrimas solicitando, acongojado, ayuda al presidente del Senado. El venerable, al enterarse de la desgracia exclamó: —¡Malvado confitero! ¡Con lo tranquilo que vivíamos en este maravilloso bosque!

—¡Y maldito sea quién le ha hablado de nosotros! —Se quejaba amargamente el molusco más viejo del lugar—. Ahora querrá venir por aquí todos los días a robar nuestros bebés.

—¡Camaradas! —Arengaba Grimpolín—. Tenemos que llegar al pueblo de Evreulix para rescatar a mis pequeños.

—¡Debemos mandar emisarios a todos los rincones! —Animaba a los allí congregados, el ministro de Obras y Caminos.

—¡Sí! Pero con nuestra lentitud tardaremos muchos días en llegar. —Recordó el responsable del Sindicato Obrero.

De repente se levantó el huracán más potente que ojos humanos hubieran visto jamás. Al poco tiempo llegaron rodando, arrastrados por el fuerte temporal, cientos de miles de caparazones a la plaza del pueblo donde estaba ubicada la fábrica de dulces.

Dentro del obrador se encontraba, como siempre, el perverso Herluín II, ávido por manosear las prominentes nalgas y los generosos senos de las muchachas que en él trabajaban.

Los moluscos, salidos de sus conchas, segregaban a su paso, una materia viscosa a un ritmo vertiginoso, haciendo resbalarse y golpearse en la cabeza a todos los que allí se encontraban. Por los cuerpos caídos reptaban millares de ellos impregnándolos de la baba más contaminante, quedando al poco tiempo totalmente recubiertos.

Días más tarde los vecinos, horrorizados, pudieron verlos petrificados, y con extraños apéndices nacidos en sus cabezas.



Cuando el rey supo de la muerte de Herluín II y de su pastelero favorito, mandó quemar todos los bosques, aplicando la ley de tierra arrasada; envenenando sus fuentes y acuíferos hasta la extinción total de aquella única y extraordinaria raza de caracoles.

***

EL PASTEL DE LOS NOVIOS (R) - Lectora70



Lectora70


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—¡Buenos días a todos! ¡Reunión en diez minutos! —grité nada más cruzar la puerta.
Me fui a la sala de juntas y allí esperé a todos los reposteros.
—En primer lugar, quiero comentaros que tenemos un pedido muy importante. Nos han encargado una tarta para una fiesta de compromiso de una pareja bastante conocida en el mundo de la prensa del corazón. Si les gusta nuestro trabajo es muy posible que podamos hacer otra para la boda. Aquí tengo los bocetos del pastel que quieren —dije extendiendo varias hojas sobre la mesa.
—¡Madre mía! ¡cómo están los papeles! ¿Qué les ha pasado? —soltó Alicia muerta de risa.
—Se me cayeron al salir de la casa de los novios. Los llevaba en la mano y una racha de viento se los llevó hasta un charco de barro húmedo y así han quedado —sonreí avergonzado—. Como veis, quieren recrear el interior del restaurante de París donde se conocieron y además tenemos que hacer las figuras de ellos. Estas son las fotos que me han facilitado.
—¿Cuánto tiempo tenemos y para cuánta gente será? —quiso saber Fran.
—Cinco días, incluido hoy lunes, y cuarenta invitados —contesté levantando los hombros—. Y antes de que empecéis a protestar…ya sé que vamos muy justos, pero lo haremos —afirmé con rotundidad mirándoles uno a uno—. Por tanto, Fran y Alicia os pondréis con todas las figuras. David, tú vas a hacer los bizcochos, los rellenos, la ganache para cubrirla y el fondant. El resto quiero que sigáis con la producción de pastas, bombones y roscones, ¿de acuerdo? ¡Pues venga! ¡Todo el mundo a trabajar!
Acababa de llegar a mi despacho cuando David entró como una tromba.
—¡No hay harina en el almacén! —exclamó sorprendido.
—¿Qué? Eso no es posible. Tenía que haber venido ayer.
—Pues no ha llegado y la necesito ya…
—Vale, vale…tranquilízate —le respondí sin ocultar mi disgusto— Voy a ver qué ha pasado y te digo algo.
Después de varias llamadas y algunos gritos conseguí la promesa de un reparto a última hora de esa tarde. «Pues sí que empezamos bien», pensé contrariado.




Al día siguiente cuando la fábrica estaba a pleno rendimiento, de pronto, se oyó un fuerte ruido. Salí de la oficina y corrí entre las mesas de trabajo.
—¿Qué ha pasado? —exclamé mientras veía en el suelo trozos de bizcocho.
—¡Lo siento, lo siento! Me he tropezado y he chocado con David que traía la bandeja del horno—musitó Alicia con voz temblorosa.
—¡Por Dios! ¡Más cuidado! —pedí irritado—. Vale, no pasa nada. Recoged todo esto y repetid los bizcochos y, por favor, daos prisa— ordené bastante molesto.
El miércoles llegué muy temprano a la fábrica y no pude encender las luces. Me dirigí al cuadro de eléctrico, pero no había ningún interruptor desconectado. «Esto no me puede estar pasando», maldije abatido. Pero así fue. Averigüe más tarde, que un incendio en una subestación eléctrica nos había dejado sin luz a nosotros y a otros muchos negocios y viviendas de la zona. Aun así, no perdí la esperanza de terminar el encargo para el viernes.
A las cuatro de la tarde, por fin volvió la electricidad y retomamos las tareas bajo una presión angustiosa.
El jueves, a tan solo veinticuatro horas para la entrega, me sentía muy animado. Estaba convencido de que llegaríamos a tiempo. Los bizcochos estaban rellenos y forrados y casi todas las figuras estaban moldeadas. Quedaban los retoques finales.
—¡Hola! —dijo María abriendo un poco la puerta del despacho y asomando la cabeza.
—¡Cariño! ¿qué haces aquí? —respondí sorprendido.
—Vaya, veo que no te alegras mucho de verme —entró con el bebé en brazos y me besó—. Hemos venido los tres a ver el pastel antes de que os lo llevéis.
—¿Los tres? ¿Has traído también a Jaime? ¿Dónde está?
—Lo he dejado en el obrador pa…
—¡Ay, madre! —le corté sin dejar que terminara la frase y salí como una exhalación apartándola con brusquedad.
—¡Mira papi he puesto mi caracol aquí y él solito se ha subido a la tarta!
—¡No, no, no! ¿Pero qué has hecho? ¡Es el encargo de mañana! —chillé encolerizado mientras sonaba mi móvil.
—¡Estas asustando al niño! —dijo María que llegó detrás de mí—. ¿No vas a contestar al teléfono?
—Claro, claro. ¿Dígame? …Sí…Por supuesto…Ya veo…Gracias por avisar…Adiós— Colgué sintiéndome abatido y aliviado.
—¡A ver! ¡Un poco de atención! Acaban de llamarme para decirme que han cancelado la fiesta de compromiso y, por tanto, el pastel.
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LA FÁBRICA DE PASTELES ARTESANOS - Amaranto



Amaranto

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Me contaron que hace mucho tiempo, en una ciudad vivía un humilde artesano dedicado a crear auténticas obras de arte, se trataba de un alfarero bastante diestro a la hora de dar forma con sus manos al barro que pacientemente modelaba. Aprendió a extraerlo, limpiándolo y sobándolo a fin de obtener las pellas apropiadas para el rotativo trabajo en un torno de uso artesanal de la mano de su padre y antes de su abuelo. La alfarería era muy popular en muchos kilómetros a la redonda, pues muchas de sus piezas se habían convertido en artículos decorativos y objetos muy apreciados por los coleccionistas.
Sin embargo fue envejeciendo y murió consternado por el sufrimiento que le produjo el rechazo de su hijo a continuar con la tradición familiar. Sus esfuerzos por mantener a flote la prestigiosa calidad de sus creaciones, lo mismo que la leyenda que sus ancestros se encargaron de instaurar a lo largo de más de un siglo, se desintegraron como una enorme pompa de jabón al calentarse.
Miguel, el hijo del finado, prefirió vender el negocio familiar y con las ganancias obtenidas montar una fábrica de pasteles artesanos, dando trabajo a jóvenes desempleados e ilusionados por labrarse un futuro en su reciente empresa. En honor a su padre colgó un retrato suyo en una de las paredes encaladas del interior del edificio y con el transcurrir de los años llegó a ser el mejor fabricante de la zona, en consecuencia, su producción batió record de ventas.

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Cada mañana éramos sometidos a la misma rutina, los obreros una vez engrasadas las máquinas, se ayudaban de ellas para mezclar nuestros ingredientes, amasarlos, hornearlos, trocearlos y finalmente rellenar nuestras esponjosas estructuras, colocándolas una sobre otra formando capas, con cremas, frutas, frutos secos, licores, etc. Finalizada su función, nos dejaban solos encima de enormes bandejas metálicas porque según decían, teníamos la temperatura alta y nos debíamos enfriar, algo que a mi familia le costó mucho acostumbrarse a tan bruscos e inesperados cambios.

Todo marchaba como la seda, hasta que una aciaga mañana un vendaval de escolares acudió de visita junto a algunos adultos, aquello supuso una «guerra» en el sentido literal de la palabra.
La presencia de una ráfaga de viento acompañada del agudo griterío de niños a nuestro alrededor nos sobresaltó de tal forma, que comenzamos a sentirnos presos del pánico.

Un niño pecoso y mofletudo de cabello cobrizo se nos aproximó, tenía las pupilas chispeantes, su mirada irradiaba luz y una alegría exagerada, puesto que nada más pegar su nariz en nuestras frágiles cabezas ya temimos lo peor, tal y como ocurrió... Levantándonos con sus manitas en el aire nos lanzó disparados hasta el rostro paliducho de otro crío enclenque y tímido, al que le llamó "nenaza". Este, a su vez comenzó a llorar desconsoladamente y un grupo de niños repitió la misma "hazaña" soltándonos a merced del viento para acabar estrellándonos en distintas caritas infantiles o aterrizando contra las baldosas del suelo, a donde fue también a parar nuestro propio "regimiento de defensa", por lo que semejante encuentro escolar se transformó en toda una desgraciada "carnicería" con centenares de víctimas esparcidas por aquel improvisado "campo de batalla" dejando un gran reguero de muertos, que ni siquiera pudieron recibir un honroso funeral.

Una de las madres de aquella jauría infantil, apareció por una de las puertas del habitáculo donde permanecían los niños, sosteniendo en sus brazos a su tierno y sonrosado bebé. Su boca se abrió exageradamente, gritándoles: "¡Ya basta... estáos quietos de una vez!" Sus ojos parecían salirse de sus órbitas, mientras las venas del cuello se le dilataron extraordinariamente.
Algunos trabajadores también acudieron al oir los gritos de la madre, lo que fue subiendo la tensión de los presentes y obligó a parar la cinta transportadora por la que se iban deslizando los envases que otros empleados se encargaban de rellenarlos con tan suculentos productos artesanos.

Rápidamente la presencia de los profesores frunciendo el ceño y arqueando las cejas les dejó paralizados. Sus miradas les escudriñaban advirtiéndoles con el rostro malhumorado que todos serían sometidos a un riguroso castigo, les dejarían sin salir al recreo durante una buena temporada.

Un pequeño caracol, que casualmente había presenciado la catástrofe, se colocó justo debajo de la suela del perverso agitador mofletudo, pecoso y de cabello cobrizo, de tal manera que lo obligó a dar un traspié, cayendo de bruces y partiéndose varios dientes, lo que le provocó un fuerte sangrado en la boca y la risa de sus compañeros.

Los críticos cuarenta (R) - Helena Sauras



Helena Sauras

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Mientras entraba en la fábrica, recordé cómo en el patio comíamos Bollycaos, Phoskitos y dulces de la Pantera Rosa. En los noventa, nos prometimos que, cuando fuésemos mayores, fabricaríamos nuestros propios pasteles. Por eso, había alquilado aquella fábrica de dulces artesanal para el puente de la constitución. Nadie de nosotras había seguido el camino de la pastelería, pero aquel año iba a ser especial para todas.

Estaba nerviosa porque no las había visto desde aquellas fiestas de San Juan. Habíamos comido caracoles que nos sentaron fatal y acabamos en el hospital. Fue más que un susto, porque al final no todas nos recuperamos. Isabel acabó falleciendo al cabo de unos días. Dijeron que había sido una infección que acabó en un fallo multiorgánico, pero yo siempre pensé que el desencadenante fue aquella loca verbena.

Revisé el congelador de la fábrica y vi que era bastante grande. Respiré aliviada. Un familiar me lo prestaba por un año. Allí cabrían los suficientes pasteles que elaboraríamos para los diferentes cumpleaños. Íbamos a cumplir cuarenta y, cambiar de decena implicaba volver la vista atrás y analizar si habíamos cumplido los sueños que entonces teníamos.

Yo no me podía quejar. Siempre dejé mi alma al viento. No había cumplido los deseos que por entonces nos intentaban inculcar. Pero era feliz a mi manera y eso era lo más importante. Cada día me levantaba con ganas de más. Vivir se había convertido en un disfrutar con cada uno de mis sentidos. A diario, intentaba contemplar, escuchar, degustar, oler, palpar y emocionarme con cada sensación. Antes de que todo se perdiera para siempre, antes de que la muerte me sorprendiera en medio de alguna labor irrealizable. Todavía sentía curiosidad por experimentar y no quería que se acabara.
No tardaron en llegar las demás. Después de saludarnos, besarnos y soltar algunas risas, nos pusimos a la tarea. Carmen, Matilde y Rosa habían apostado por la maternidad. Serían las primeras en echarnos una mano porque habían dejado a sus bebés a cargo de otras personas y no estaban tranquilas. Cuando terminasen, serían las primeras en irse.
Repasamos los diferentes ingredientes que habíamos comprado y el ambiente empezó a oler a azúcar y agua de azahar. Carmen dijo que quería un roscón de reyes para su cumpleaños, porque había nacido ese mágico día. Se nos empezó a abrir el apetito. Después, empezamos a elaborar cuarenta figuritas de mazapán para cumplir el deseo de Rosa.

Sara prefirió un pastel de frambuesa y Catalina una tarta de piña. Empezamos a mezclar ingredientes para las que se decidieron por las frutas. Hicimos unas bandas de ellas, hojaldres y cremas de lo más sugerente.

Y, por último, nos tocó el turno a las de diciembre. Ainhoa eligió una tarta de café y yo la miré con ojos excitantes. No era la primera vez que me percataba de la fuerza de sus ojos, un halo de complicidad en sus gestos delató su atracción. Ambas habíamos nacido el mismo día por lo que la compenetración era absoluta. Entre bromas y risas, elegí una de tres chocolates distintos. Quería probarlos todos. Duplicamos las tartas para tomárnoslas aquella misma noche. Las dos cumplíamos treinta y nueve y todavía nos quedaba un año para entrar en los críticos cuarenta.

Después de congelarlas para que estuvieran listas para cada ocasión, recoger y ver la hora que era, las demás se fueron. Cada una se hizo responsable de descongelar su tarta el día señalado. El próximo año tocaría celebrarlos todos. 2020 entraría con energía y ya podríamos recargar baterías. No había problema, porque nos dejaban el congelador hasta el final del año siguiente.

Mientras nos quedamos a solas, le pregunté si aún echaba de menos a Isabel. Temblorosa y sin rehuirme la mirada, negó con la cabeza. Sentí calor a través de sus ojos. Luego, me dije ahora o nunca y la besé. Sus labios húmedos sabían a café y creo que, por la forma en la que me devolvió el beso, pensó que los míos eran una delicia de chocolate.

El dulce de la Bruja - Apuntador Mudo



Apuntador Mudo



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Irene salió del portal encogida con el bolso agarrado en el regazo, cruzó la calle y se detuvo unos segundos en el escaparate. El maquillaje apresurado no deslucía en su pómulo, se puso la capucha con fingida coquetería ante el cristal. Ya amainaba el viento. No había nadie asomado a las ventanas, Pedro no la espiaba entre las cortinas, respiró hondo y continuó con paso vivo hacia la pastelería artesana “El dulce de la Bruja”.

Las campanitas sonaron estridentes por el empellón en la puerta, Irene sorprendida por su brusquedad asió la manilla y cerró muy despacio. Daniel portando una bandeja de caracoles de hojaldre chocolatados le miraba atónito junto al escaparate.

—Buenos días... Irene, ¿cómo te va?
—¿Dónde está Lola?
—¡Dolores, tu cuñada pregunta por ti! —gritó Daniel separándose del expositor.

Sin esperar respuesta, Irene abrió la portezuela del mostrador, y avanzó por el pasillo que daba a la sala de repostería. Buscó en la primera sala pero allí solo había bollitos estibados para entrar al horno, continuó por el corredor pero Lola ya salía de la oficina quitándose el mandilón y el gorro, no dijo palabra hasta tenerla entre los brazos.

—Sabes de sobra que no puedes venir aquí. —dijo tras darle un par de besos.— Pasa anda. ¡Daniel, si preguntan por mí, no estoy para nadie!

Irene se dejó caer en una de las sillas mientras no dejaba de estirarse los puños de las mangas con la cabeza agachada y las piernas apretadas entre sí. Dolores se apoyó con la cadera en el escritorio junto a ella, acercó el flexo, con el índice apoyado en la barbilla de irene presionó hasta hacerle levantar la cara.

—No has acertado con el tono. —dijo pasando el pulgar por su pómulo. Le cogió la mano y retiró la manga, las rozaduras de la muñeca eran evidentes. Irene había vuelto a agachar la cabeza.— ¿Qué ha sido esta vez?
—Lo de siempre. Me ató de pies y manos a la cama. —dijo en un susurro.
—¿Y lo del pómulo?
—Cuando iba a acabar, me negué y me golpeó. Me dejó atada durante dos horas.
—¡Por Dios! ¿En qué habíamos quedado?
—¡Ya no aguanto más! Me ata cada fin de semana.
—Aún quedan dos meses para su cumpleaños. ¿No era ese nuestro plan? ¿Estás loca o qué?

Irene se retorcía las manos y empezó a frotarlas sobre sus piernas, mientras se mordía el labio.

—No quiero, no quiero perderlo otra vez. —masculló.
—¿Qué? ¿De cuánto estás? —dijo Lola arrodillándose a su lado.
—Va para tres meses.
—¿Estás segura?

Irene la miró, los labios le temblaban.

—Sí. —dijo rompiendo el silencio.
—¿Aún no lo sabe Pedro, verdad? —Adivinó Lola. Posando las manos sobre su vientre.
—¿El qué? —dijo Irene con el eco de la derrota en su voz.
—Pues qué va a ser, lo del bebé.

Irene levantó la mirada al techo, se sorbió los mocos mientras se pasaba la manga por la nariz. Mantuvo la mirada a Lola y levantó los hombros en un espasmo.

—No lo sé… creo que no.
—Bien, esto cambia nuestro plan. —dijo mientras le ofrecía un pañuelo y le daba un beso en la mejilla. —Vuelvo enseguida.

Irene se sonó y dejó el pañuelo sobre la mesa, al lado de una foto del negocio familiar: Su suegro fallecido hace un lustro, su mujer Marina al lado de Lola, tan parecidas las dos, y Pedro, el cabrón de su marido. Se volvió a frotar las muñecas doloridas aún. El regreso de Lola le hizo dar un respingo. Traía una pequeña tarta y un par de mascarillas sanitarias. Después de hacer un gesto para que no hablara, se ajustaron las protecciones. Sacó un pulverizador y roció la tarta de un baño de microperlas traslúcidas que no tardaron en endurecerse.

—Recuerda, es una toxina muy potente. Al principio se pondrá eufórico y juguetón, pero en menos de seis horas la subida de tensión le provocará un fallo coronario múltiple. No debes estar con él cuando esto ocurra, busca cualquier excusa.
—¿Sufrirá?
—Irene ¡por Dios!, ¿ya se te han olvidado los cinco años que llevas conviviendo con mi hermano?
—Solo... quiero... asegurarme.

Lola le dio un fuerte abrazo, que le estremeció hasta las entrañas.

—Gracias por lo que estás haciendo por mí. —susurró Irene.

Un escalofrío anclado en el pasado erizó el vello de Lola al escuchar las palabras de agradecimiento.

—No lo hago solo por ti, también lo hago por mí.

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El jardín más hermoso - Hercho



Hercho



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Intentaba recordar el día en que vi por vez primera un caracol, escudriñaba en mis recuerdos más remotos, pero no venía a mí, ninguna imagen, entonces, pensé: ¿cómo escribir de un caracol, si no recuerdo cuándo lo vi por primera o última vez? Recurrir a la imaginación podía ser una salida, y sería la mejor, si poseyera imaginación; retumba reafirmante la frase que siempre repetía mi abuelo: uno escribe lo que vive.

Resignado, salí a pasear por el pueblo, buscando inspiración, y mejor aún, por qué no, encontrarme con un caracol en algún jardín. Eran las cinco de la tarde, buena hora para buscar caracoles, dije con ironía. Encontré muchos jardines al pasar, los examiné, pero no tanto, y no porque tenía pereza o algo similar, sino que tenía miedo de que saliera algún vecino, y viera la escena de un muchacho husmeando en su jardín.

Sólo un caracol, decía, sólo quiero ver un caracol y mejor si es un caracol bebé, sería darle a dos caracoles de un tiro; no importa si sea feo, después de todo, ¿cómo es un caracol feo?, ¿qué es la belleza en un caracol?, mis pensamientos se tornaban filosóficos, hasta que vi un hermoso jardín, el más hermoso que había visto en mi vida, sólo había un pequeño problema, estaba enrejado, era ingresar en propiedad privada, pero mi instinto me decía que si no hay un caracol en este gran y hermoso jardín, no habrá un caracol en ninguna parte del pueblo, es ahora o nunca, pensé.

Eran casi las seis de la tarde, el viento azotaba el pueblo con una fuerza desmesurada, augurando lluvias para más noche. Pero ni el viento, ni el miedo, fueron impedimentos; me acerqué lentamente, tratando de escuchar a algún ser humano dentro de la casa, pero no oía nada, seguramente no hay nadie, pensé. Puse mi mano en el cerrojo, y como supuse, no llevaba candado, abrí lentamente la puerta, y entré, era un gran jardín, ¡qué variedad de colores, de plantas y de tamaños!, estaba feliz y emocionado, pero recordé para qué vine, entonces me puse a buscar a mi amiguito ingrato, mientras lo hacía, pensaba: ahora sí recordaré este momento, nunca más se me olvidará el encuentro con un caracol.

A unos metros, me parece ver un caracol, me acerco lentamente, y en efecto, es uno grande, de color café, con su típico caparazón; me siento realizado, felicito a mi instinto por no fallar, intento sacar el celular de mi bolsillo para tomarle una foto, e inmortalizar este momento, pero un sonido me impide hacerlo, el sonido más aterrador. Espero que no sea muy grande, pienso como rezando, al mismo tiempo que tiemblo.
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Perspectiva (R) - Mario Fernández



Mario Fernández



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Ninguno de ellos pudo sentir el viento. Aún así, todos admiraron la leve brisa que se coló al abrirse la puerta y revolvió los cabellos del Creador. En realidad, y como encargado de contarles esta historia, debo confesar que aquella brisa no fue nada del otro mundo. Pero puedo entender que para nuestros protagonistas, ese ligero movimiento de cabello hizo que el Creador pareciese aún más glorioso de lo que era.
—¿Lo habéis visto? ¡Ha sido increíble! —Marrón estaba fuera de sí, como cada vez que alguien entraba. A Marrón le fascinaba todo lo que ocurría fuera. Se excitaba y derretía de gozo cuando los rayos de sol llegaban hasta él y calentaban su precioso traje blanco con caracoles negros.
—¿Cuándo vas a madurar? No nos hagas perder más el tiempo con tus tonterías —le reprochó Rosa con hastío.
—Maduraré cuando no sea más que polvo y gusanos. —Marrón se irguió sobre Rosa haciendo alarde de su tamaño, mucho mayor que el de todos los demás. —Al menos yo sé disfrutar de de la vida. Tú deberías hacer lo mismo.
—¿La vida? ¿Qué vida? —Rosa no se amilanó ante la imponente presencia de Marrón. —No somos más que simples productos del Creador, encerrados en este mundo a la espera del final.
—Ya basta, por favor —dijo Rojo. —Estáis poniendo nervioso a Azul.
Era Rojo quien siempre ponía paz entre aquellos dos. Si no fuese por ella, la convivencia sería mucho más complicada. Tras unos segundos de tensión, Marrón abandonó su pose intimidatoria. Rosa resopló molesto. Rojo miró a Azul, que sonreía agradecido. Una vez más había evitado un enfrentamiento que no habría hecho muy feliz al Creador. Rojo alzó la vista y lo observó con admiración. Aquel ser los había imaginado a cada cual diferente, único. Todos tenían sus diferencias y su forma de enfrentarse a la vida. Una vida que para nadie es fácil, y estoy seguro de que ustedes sabrán a lo que me refiero. Ese conjunto de eventos y experiencias que nos moldean, de forma más o menos dulce, provocando infinidad de sensaciones, puntos de vista y opiniones. Y así era como Rojo observaba a sus amigos en aquel momento. Marrón, preparado para disfrutar cada estímulo que se cruzaba en su camino. Rosa quería ser como él, pero temía exponer su verdadera alma al disfrutar de cosas tan banales. Y Azul... Azul era demasiado tímido y asustadizo como para pronunciarse.
Una vez desbaratado el enfrentamiento, los amigos desviaron de nuevo su atención al exterior con interés, expectantes. De pronto, una enorme mano se cernió sobre ellos, oscureciendo su mundo, señalando a Marrón.
—¿Me está eligiendo? ¿A mí? —Marrón volvía a hablar con su tono nervioso y anhelante de siempre.
Nadie contestó. Ni cuando Marrón los observó buscando una confirmación de lo que acababa de ocurrir, ni cuando el Creador lo envolvió en sus fuertes y enguantadas manos. Todos retrocedieron ante aquellas enormes y divinas manos que se cernían sobre su amigo. Sabían que era la última vez que lo verían. Rojo le saludó solemne una última vez. Se acercó a Azul quien, recogido en un rincón, temblaba asustado por la oleada de calor sofocante que siempre se colaba del exterior cuando el Creador entraba en su mundo. Disculpen si no detallo en demasía lo que pasaba por la cabeza de cada uno de nuestros amigos. A veces se necesitan más palabras de las que uno dispone. Pero déjenme, si me lo permiten, resaltar la ternura con la que Rojo abrazaba a Azul, y la profunda tristeza de Rosa al observar cómo Marrón se agitaba y reía como un bebé en las manos de su goloso comprador. Allí, fuera de la vitrina de cristal, donde sólo podemos imaginar lo que nos ocurrirá cuando nuestro tiempo en el mundo se haya consumido.

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El Milagro en San Ramón (R) - K. Marce



K. Marce

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A las seis de la mañana, Amelia abría la pesada puerta de madera de su pequeño negocio de pastelería. Siempre puntual, necesitaba un par de horas antes de la apertura oficial a las ocho. Trabajo que realizaba religiosamente desde hacía cuarenta y cinco años. Sus manos cansadas y venosas acomodaban con esmero el pan, las galletas y las magdalenas con diferentes cubiertas.
Nunca tuvo hijos, aunque enviudó joven jamás volvió a casarse. Le enseñaron desde muy pequeña a estar pegada al fogón; por lo que ese negocio era su razón de vivir. El pueblo solo contaba con cuatrocientas almas viejas, muchas casas vacías y la resignación que eran casi un pueblo fantasma.
No tardó en aparecer su asistente y sobrina, Camila, que también era viuda y sin hijos.
-Llegué, tía. Traigo los huevos -dijo colocando el atado de varías docenas sobre el mostrador.
Amelia apareció por la puerta trasera con un delantal muy blanco y el pañuelo azul cubriéndole la cabeza. Dió un ligero vistazo y se volvió para adentro.
Camila sonrió. Al parecer estaba de mal humor; pero la comprendía y soportaba en silencio algunas de esas actitudes. No era fácil vivir en un lugar donde nunca pasaba nada y cada vez habían menos clientes; porque la gente joven se mudaba a las ciudades. Pablo, con veinte años de edad, era el más joven del pueblo, criaba pollos junto a sus padres. Pero también hablaba de largarse a trabajar a cualquier otra parte. La rutina y su hastio los corría a todos. La pastelería, como el bar, eran los únicos lugares de entretenimiento.
-¿Te parece si hoy hacemos unas roscas? -volvió a hablar Camila.
-¿Y para qué tantos huevos si vamos a hacer roscas? -gritó la anciana desde adentro.
-No sé, o hacemos unos caracoles rellenos, con pasta mil hojas...
-¿Y para qué tantos huevos si vamos a hacer mil hojas?
Camila sonrió apretando los labios, sacudió la cabeza mientras se colocaba el delantal tan blanco como la harina.
-Rosquetes de colores, o un pastel esponjoso... "¿y para qué tantos huevos si vamos a hacer rosquetes"- susurró.
Amelia salió limpiándose las manos en una toallita húmeda, abriendo los ojos.
-Escuché algo...
-No dije nada, tía...
-Shhh, calla, escucha...
Las dos mujeres prestaron atención, solo silencio. Camila abrió la puerta principal y afuera la quietud era usual.
-Nada, tía.
-Escuché a un gato... y gato significa ratones. ¡No podemos tener ratones!
Un quejido parecido al llanto de las crías se escuchó leve y apagado. Camila sabía que su tía no gustaba de los gatos, pero mucho menos de los ratones; así que salió por la puerta trasera a ver el corredor.
-Tía... creo que aquí ha parido una gata.
- Pués, botalos en alguna alcantarilla, o échalos detrás de esos matorrales...
-Cómo cree que haga eso, si son unos bebés... pobre la madre si no los encuentra.
Camila se metió a mover la caja en donde creía estaban los gatitos, pero ha lanzado tremendo grito. La anciana se acercó y miró un pequeño pie tembloroso.
-¡Madre Santísima de Dios Misericordioso! ¿Es un bebé, Camila, es un bebé?
Sacó a la criatura desnuda, temblando de frío, la cubrió con su delantal y las dos mujeres corrieron a sentarse cerca de la hoguera a que le diera un poco de calor. La pequeña no tendría ni una semana de vida.
Comenzaron a meditar si podría ser de alguna vecina, pero todas eran viejas. La más joven era Camila, y ya los años se le habían pasado. Pensaron que sería una novia de Pablo que viviría en otro poblado y por ello quería largarse tan pronto. Pasaron las siguientes horas sacando conclusiones, pero con la repostería cerrada, el pueblo se conglomeró a saber si no le había pasado algo a la vieja Amelia. Fue tremendo susto, pero con muestras de simpatía por la bebé, comenzaron a traer regalos, ropa, cobijas y biberones, muchos eran reliquias familiares. Pablo fue arrastrado y lo obligaron a confesar; pero él juro que era tan virgen como la mismisíma María.
El alcalde no dio parte a la policía estatal, no quería que la niña viviera en un orfanato si no encontraban a la madre. Decidió la comuna que todos la adoptarían, pero al cuidado de Camila, hasta que sus padres volvieran arrepentidos por ella.
Un viento de esperanza los cubrió a todos, por lo que así llamaron a la pequeña.
Pero el último día de cada mes, otro niño milagroso aparecía fuera de la pastelería, llenando de vida a ese pueblo muerto.
***

Un regalo de Navidad (R) - IreneR



IreneR
https://irenerodriguez-escritora.blogspot.com/


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Habían pasado tres años desde que Anabel y su esposa Vanille, pronunciado como «fanile», perdieron a su hijo. El pequeño padeció una gripe que evolucionó a una severa neumonía, los médicos no pudieron hacer nada por él, y en un día como aquel, una noche de Navidad, falleció. Tras ese fatídico acontecimiento esas fechas solo les traían angustiosos recuerdos, y desde entonces pasaban todo el mes de diciembre trabajando sin descanso en el pequeño obrador que Vanille había heredado de su familia.

Se hicieron conocidas por sus pasteles artesanos en forma de animales. El más demandado era el caracol relleno de crema con canela espolvoreada por encima. Gracias a todos los pedidos que recibían en esa época del año se lograban mantener ocupadas y alejaban de ellas los dolorosos pensamientos que se empeñaban en perseguirlas.

Hacía ya tiempo que había anochecido y la gente se encontraba en sus casas, reunidos con sus seres queridos, celebrando aquella noche de paz y amor. Sin embargo, Anabel y Vanille no tenían ninguna intención de salir del obrador; aquel día aún les pesaba.

—¿Me ayudas a subir del patio una de las cajas grandes de harina? —preguntó Vanille con vergüenza.

Anabel sonrió ante la petición y asintió. Se limpió las manos y se acercó a su mujer dándole un cariñoso beso en la frente.

—Sabes que el hombre árbol no existe, ¿verdad? Es solo la sombra de la adelfa —dijo con un deje de burla.

Vanille se sonrojó un poco y le sacó la lengua en un gesto infantil.

No tardaron mucho en regresar, y cuando lo hicieron, se miraron extrañadas ante el caos que encontraron. Una de las ventanas estaba abierta, y el frío viento de diciembre se colaba por ella haciendo que la harina y la canela volaran por toda la habitación.

—¿La has abierto tú? —preguntó Vanille cerrando la ventana.
—No. Igual ha sido el hombre árbol —contestó Anabel encogiéndose de hombros y sin darle más importancia.
—Muy graciosa —masculló su esposa mirándola con dureza.

Anabel rió con fuerza, y en ese momento, el llanto de un bebé sonó en el aire. Las dos mujeres se miraron sorprendidas y se dirigieron hacia donde provenía el sonido. Al lado del horno, en la zona más caldeada de la habitación, encontraron una pequeña cesta de mimbre. En su interior había un bulto envuelto en una tela de donde salían los sollozos.

—¿Qué es eso? —Vanille se agachó, y cuando descubrió lo que había dentro, se llevó las manos al rostro—. No puede ser —susurró, completamente desconcertada.
—¿Es…? —Anabel se inclinó a su lado y al ver la cara regordeta del bebé, se alejó de un salto—. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? —Miró a todos lados, con escepticismo, buscando alguna explicación plausible.

Vanille tomó el bebé y lo sacó del cesto. La manta resbaló por su cuerpo y un limpio pañal quedó al descubierto. En cuanto estuvo fuera, el bebé clavó los ojos en las dos mujeres y rió con regocijo; tocó con una de sus rollizas manos la mejilla de Vanille, y la chica sintió como un agradable cosquilleo se expandía por todo su cuerpo.

—Hola, pequeño. —Su mirada estaba llena de amor. Lo estrechó contra su pecho y le dio un suave beso en su cabecita.
—Vanille, no podemos…
—¿No lo ves, Anabel? ¿No sabes qué día es hoy? —preguntó mirando al bebé con adoración.
—Claro que lo sé, pero…
—Míralo —dijo, sin dejarla terminar.

Lo puso delante de ella, y en el momento en el que sus ojos se encontraron, el pequeño volvió a sonreír con alegría. Hizo un gorgorito de felicidad y extendió los brazos en su dirección. Anabel lo miró reticente.

—Cógelo —le instó Vanille.

Al final, Anabel alargó las manos y lo sostuvo con desconfianza. El bebé rió, y aquel sonido angelical rompió todas sus barreras.

—¿Quién eres? —preguntó la mujer apoyando su frente en la del pequeño.

El bebé no respondió, pero les dedicó una mirada llena de conocimiento.

—Es un regalo de Navidad —aseguró Vanille—. Nuestro Ángel.
—¿Ángel? No sabemos si es niño o niña —dijo Anabel señalando el pañal que lo cubría.
—No importa, los ángeles no tiene sexo.

Vanille se acercó a su mujer, le dio un corto beso en los labios y abrazó a su pequeña familia.

Desde aquella noche, el día de Navidad nunca volvió a ser recordado solo con tristeza.
***