Isabel Caballero
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Cuando intento rememorar lo sucedido en aquel corto viaje de fin de semana, solo recuerdo retales inconexos colgados de mi inestable memoria.
Mi marido conducía, parecía que rodábamos entre algodones. La espesa bruma homologaba contornos: la gasolinera que dejamos a la izquierda, la torre de una iglesia, la vereda bordeada de pinos, el perro que asomó de repente sin que pudiéramos evitar atropellarlo.
En el rancho reciclado en finca rural destinada a turistas en busca de naturaleza y paz, comprobamos contrariados que no había alojamiento. El encargado nos ofreció sus disculpas con un sí señor, no señor, lo siento mucho señor, comprendo que a estas horas de la noche… si quieren pueden descansar hasta que se haga de día en la sala de estar, la chimenea está encendida. Aunque la cocina ya está cerrada, si lo desean pueden pedir algún refrigerio.
Pese a su aparente amabilidad, tenía mal carácter, lo supe como si el hombre fuera transparente. También vi el coágulo obstruyendo el viaje de la sangre en su último recorrido hacia el corazón unos segundos antes de que se derrumbara. Junto a él una sombra.
La ambulancia tardó en llegar más de una hora. Alarmados por su sirena, algunos de los huéspedes salieron de sus cabañas. Una mujer mayor, en camisón y bata, abrió mucho sus ojos saltones antes de caer al suelo exhalando con voz ronca un ¡ay Dios mío! En su tráquea dormía una mariposa negra, no mayor de cinco centímetros, con las alas desplegadas. Me produjo náusea reconocer el demonio que la habitaba.
Al final nos dieron una cabaña.
—Un dos por uno —bromeó Jaime. Mi marido tenía un humor negro extremado.
Cuando era pequeña podía ver a la gente por dentro, también creía que un ángel oscuro venía a verme todas las noches y de todas las maneras posibles se metía en mí, con violencia algunas veces, con dulzura las más. Al poco tiempo alguien enfermaba o moría. Al menstruar, casi a los quince años, dejé de soñar con él. No quise contarle nada a Jaime de estas nuevas visiones, tenía la esperanza de que se tratara de episodios aislados.
Hacía tiempo que no lo hacíamos así, de frente, mirándonos a los ojos, en silencio y con ternura. Muy despacio. Hice todo lo posible por no pensar en la pequeña protuberancia del tamaño de una nuez agazapada detrás de su uretra, ni de las malditas células navegando por la corriente sanguínea, ni en sus huesos invadidos por las sombras, ni en el terrible sufrimiento que le esperaba. Una muerte larga, oscura y lenta.
Por la mañana, agotado y feliz, se soltó de mis piernas. Quería fotografiar la pared del roque con la luz rosada del amanecer, los retazos de niebla como gasas velando los muros del barranco.
Le abracé desde atrás susurrándole un te amo. Fue muy fácil.
La guardia civil tuvo que bajar hasta la vertiente para rescatar su cuerpo destrozado sobre la cuenca seca del río. A uno de los porteadores le lloraba el ojo izquierdo, pronto quedará ciego de ambos. Glaucoma. Ya no sé si anticipo, o provoco.
Nos hicieron muchas preguntas, resultaba alarmante tres muertes en tan corto espacio de tiempo. Las autopsias de los cuerpos corroboraron las enfermedades pronosticadas, con un solo golpe de ala, por mi demonio asesino.
Me estoy volviendo loca, procuro no mirar a la gente, no salgo de casa. No quiero ver a nadie salvo a mi ángel de la guarda, mi amarga compañía. Cierro los ojos y otra vez sueño con él, una y otra vez, y otra vez y otra. Viene a verme y me incita y me excita como nadie lo ha hecho.
Luego todos dejaron de venir.
Los servicios sociales intervinieron confinándome en esta unidad de psiquiatría. En ella veo formas vagas, crecen y se expanden como pájaros negros, si pudiera me cosería los párpados. Sé por los pasos de una enfermera de su problema de cadera; por el aliento del auxiliar, de la acetona que padece. A través de las paredes escucho los estertores de quienes sufren. El hospital es un cementerio de gente que agoniza.
El doctor especula sobre mi patología, sobre mis supuestas fobias. Vuelve a reafirmar el disparate de que llevo interna diez años… que nunca he estado casada… que no salgo de la clínica mental desde hace una eternidad. ¡Pobre imbécil!, desconoce lo que esconde su pulmón: un pasaje al infierno. Aún no sabe que acabo de condenarlo con mi mirada.
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