Mi ángel de la guarda, mi amarga compañía - (R) - Isabel Caballero



Isabel Caballero


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Cuando intento rememorar lo sucedido en aquel corto viaje de fin de semana, solo recuerdo retales inconexos colgados de mi inestable memoria.
Mi marido conducía, parecía que rodábamos entre algodones. La espesa bruma homologaba contornos: la gasolinera que dejamos a la izquierda, la torre de una iglesia, la vereda bordeada de pinos, el perro que asomó de repente sin que pudiéramos evitar atropellarlo.
En el rancho reciclado en finca rural destinada a turistas en busca de naturaleza y paz, comprobamos contrariados que no había alojamiento. El encargado nos ofreció sus disculpas con un sí señor, no señor, lo siento mucho señor, comprendo que a estas horas de la noche… si quieren pueden descansar hasta que se haga de día en la sala de estar, la chimenea está encendida. Aunque la cocina ya está cerrada, si lo desean pueden pedir algún refrigerio.
Pese a su aparente amabilidad, tenía mal carácter, lo supe como si el hombre fuera transparente. También vi el coágulo obstruyendo el viaje de la sangre en su último recorrido hacia el corazón unos segundos antes de que se derrumbara. Junto a él una sombra.
La ambulancia tardó en llegar más de una hora. Alarmados por su sirena, algunos de los huéspedes salieron de sus cabañas. Una mujer mayor, en camisón y bata, abrió mucho sus ojos saltones antes de caer al suelo exhalando con voz ronca un ¡ay Dios mío! En su tráquea dormía una mariposa negra, no mayor de cinco centímetros, con las alas desplegadas. Me produjo náusea reconocer el demonio que la habitaba.
Al final nos dieron una cabaña.
—Un dos por uno —bromeó Jaime. Mi marido tenía un humor negro extremado.
Cuando era pequeña podía ver a la gente por dentro, también creía que un ángel oscuro venía a verme todas las noches y de todas las maneras posibles se metía en mí, con violencia algunas veces, con dulzura las más. Al poco tiempo alguien enfermaba o moría. Al menstruar, casi a los quince años, dejé de soñar con él. No quise contarle nada a Jaime de estas nuevas visiones, tenía la esperanza de que se tratara de episodios aislados.
Hacía tiempo que no lo hacíamos así, de frente, mirándonos a los ojos, en silencio y con ternura. Muy despacio. Hice todo lo posible por no pensar en la pequeña protuberancia del tamaño de una nuez agazapada detrás de su uretra, ni de las malditas células navegando por la corriente sanguínea, ni en sus huesos invadidos por las sombras, ni en el terrible sufrimiento que le esperaba. Una muerte larga, oscura y lenta.
Por la mañana, agotado y feliz, se soltó de mis piernas. Quería fotografiar la pared del roque con la luz rosada del amanecer, los retazos de niebla como gasas velando los muros del barranco.
Le abracé desde atrás susurrándole un te amo. Fue muy fácil.
La guardia civil tuvo que bajar hasta la vertiente para rescatar su cuerpo destrozado sobre la cuenca seca del río. A uno de los porteadores le lloraba el ojo izquierdo, pronto quedará ciego de ambos. Glaucoma. Ya no sé si anticipo, o provoco.
Nos hicieron muchas preguntas, resultaba alarmante tres muertes en tan corto espacio de tiempo. Las autopsias de los cuerpos corroboraron las enfermedades pronosticadas, con un solo golpe de ala, por mi demonio asesino.
Me estoy volviendo loca, procuro no mirar a la gente, no salgo de casa. No quiero ver a nadie salvo a mi ángel de la guarda, mi amarga compañía. Cierro los ojos y otra vez sueño con él, una y otra vez, y otra vez y otra. Viene a verme y me incita y me excita como nadie lo ha hecho.
Luego todos dejaron de venir.
Los servicios sociales intervinieron confinándome en esta unidad de psiquiatría. En ella veo formas vagas, crecen y se expanden como pájaros negros, si pudiera me cosería los párpados. Sé por los pasos de una enfermera de su problema de cadera; por el aliento del auxiliar, de la acetona que padece. A través de las paredes escucho los estertores de quienes sufren. El hospital es un cementerio de gente que agoniza.
El doctor especula sobre mi patología, sobre mis supuestas fobias. Vuelve a reafirmar el disparate de que llevo interna diez años… que nunca he estado casada… que no salgo de la clínica mental desde hace una eternidad. ¡Pobre imbécil!, desconoce lo que esconde su pulmón: un pasaje al infierno. Aún no sabe que acabo de condenarlo con mi mirada.

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El Viaje - Amilcar Barça

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Amilcar Barça
http://caminodehierro.net/


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Fruto de mi vagancia congénita y de la cual no me vanaglorio, voy a aprovechar el tema de un viaje que realizamos a Galicia mi santa y yo y que anda por alguna parte de mi blog.
Comencé los preparativos de dicho viaje indagando los medios para poder llevarlo a cabo. Con la sana intención de ahorrar lo máximo posible en pasajes, a poder ser todo, y admirar los paisajes, insinué la posibilidad de realizar el Camino de Santiago, andando por supuesto, alojándonos en los refugios del peregrino que hay a lo largo del Camino. El bufido que me espetó en los morros la susodicha santa, no tuvo nada que envidiar al de una cobra encolerizada. A punto estuve de llamar a urgencias para descartar que el veneno hubiera llegado al torrente sanguíneo. No puedo reproducir aquí los epítetos y descalificaciones que hube de soportar; los más suaves, acémila y mastuerzo.
Como nos estaban esperando y yo tengo la culpa siempre de todo —lo malo, que conste—, indagué la posibilidad de hacerlo en tren. Doce horas mínimo y en categoría turista. Tomando el convoy a las diez y media de la noche, llegaba a Coruña ciudad a las once del día siguiente; sin contar con que alguna rueda pinchara, de lo cual Renfe no se hacía responsable.
Intentando me saliera lo más barato posible, compré dos tarjetas doradas para gente sin obligación de fichar. La noche me debió vencer pues a pesar del estruendo que hacían las ruedas del vagón en los carriles, cuando desperté ya era de día y sabe dios donde estábamos, en tierras leonesas o por ahí. De haber habido un asesino en el vagón, yo hubiera sido el primer candidato si pillo a mano el cuello del presidente de Renfe o Adif, que ahora ya no se sabe quién es quién.
Nuestros anfitriones, nos recogieron en la estación y pasearon por la ciudad en su carro. Llegamos hasta la Torre de Hércules, mítico faro que ilumina a los marinos desde tiempos inmemoriales. Hubo suerte, no llovía. El anfitrión, marino, con gran sentido del humor, le dijo a un gitano que era coronel retirado de la guardia civil. No le volvimos a ver el pelo. También nos paseó por la base naval de Ferrol, aunque en aquel momento solo había una corbeta atracada. Por cierto de nombre: Almirante Don Juan de Borbón ¿les suena?
El rancho que tienen, pazo le llaman ellos, levantado con sus medios e ideas, es magnífico. Campo de tenis, huerto, gallineros, casa de invitados… y como el riego abunda, todo muy verde. Lo pasamos en grande, más que nada porque todo lo pagaban ellos. Así da gusto hacer turismo. La bravura del Atlántico y otros monumentos, no puedo reflejarlos todos pero sí algo que me llamó la atención: Las hortensias crecen salvajes, de todos los colores y en cualquier parte. Alucianao. También visitamos Santiago de Compostela, ciudad que ya conocía de mis tiempos de estudiante, con muchas ganas de todo y pocos recursos para conseguirlo.
Y hubo que volver. Por el mismo medio pero diferente recorrido. A Coruña—Madrid y de allí en AVE a casa. El margen de tiempo entre enlaces, lo consumieron las esperas. Siempre se ha dicho que Renfe y Telefónica, jodían por las demoras. Y había que hacer trasbordo entre estaciones, fácil para quien lo conoce e imposible para quién no. Chamartín/Estación del Norte, hasta Puerta de Atocha, el AVE.
Y aquí surgió el milagro. Pregunté el modo de enlazar y un señor me explicó cómo; aconsejándome no lo hiciera a través de un taxi, sino de un tren de cercanías del cual, yo, no tenía ni repajolera idea. Al vernos en el andén, se apiadó de nosotros. Cogió la maleta de la santa y yo, con la pata arrastras, le seguí.
—Síganme, yo voy a Atocha y les llevo.
Buscó el correspondiente tren, nos colamos al parecer, y al llegar a Atocha, siguió haciendo de Cicerone y Ángel de la Guarda a la vez. Preguntó dónde se cogía nuestro AVE y nos dejó en la puerta de embarque.
—¿Cómo puedo agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros? Un millón de gracias.
—Hagan lo mismo, —fue su respuesta.
Desde aquí, con este relato verídico, quiero agradecer a todas las personas del mundo y en especial a él, la ayuda que prestan a gentes desconocidas que en un momento dado, se encuentran extraviadas entre la muchedumbre y a veces de sí mismas.
Hubiéramos perdido el tren, el billete…

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Un viaje hacía allá - (R) - Amadeo

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Amadeo

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La pena es que todo terminó abruptamente y de malos modos. Fue un viaje con un mal final, aunque realista. Me gusta recordarlo, repasar los detalles por si en otra oportunidad puedo repetirlo… pero con otro desenlace. Sería bueno dejarlo por escrito para no olvidar esa ex-periencia evolutiva. Lo repasaré, mentalmente, una vez más:

«Hacía tiempo que planeaba concretar ese viaje, el imaginado, aventurero y exploratorio. Por fin, había decidido iniciarlo aquella mañana. Debía dejar todo acomodado, organizado para cuando volviera poder reemprender mi vida cotidiana sin dificultades. No necesitaba pasajes ni visa de turista. Con vestimenta cómoda y llevando los accesorios previstos, salí, bien temprano, hacia allá. Caminé despacio, para no cansarme pronto. Tenía tiempo y paciencia, nadie me corría: era libre. «Esta vez lo lograré», me repetía. El día fresco, y luminoso me acompañó todo el recorrido. Cerca del mediodía, dejando atrás unos modestos ranchos, llegué a la base del cerro donde, un bosque frondoso parecía descansar e invitarme a que lo recorriera. Lo hice. Desde chico me gustó la naturaleza y la ecología. «¡Qué hermosa arbole-da!, ¡Qué troncos rugosos y capaces de sostener tanto peso!», los recuerdo muy bien. «¿Por qué las mariposas son tan hermosas?, me había preguntado al admirarlas. Eran fantásticas, con esos colores y brillos, con sus movimientos suaves e inspiradores.… Las flores y los juncos tan flexibles, movidos por aquellas brisas románticas, me encantaron. Abundaban.

No quería distraerme, debía reintegrarme antes del anochecer para que el regreso no fuera peligroso. La oscuridad me inquietaba a pesar de que la conocía en profundidad, que la había aceptado, obligado, hacía años, pero igual… aquel día la rechacé con más contundencia que nunca.

Comenzaron a aparecer rocas grandes, grises y de cantos filosos. Tuve que sortear varias y a otras menores, las escalaba y avanzaba unos metros. El ascenso fue algo dificultoso, pero me gustaba el esfuerzo exigido. Era parte del desafío anhelado. Me sentía capaz, valiente y seguía ascendiendo, paso a paso. Calculé –recuerdo bien– que en unas dos horas llegaría a la cima y así fue. El paisaje mostrado, era magnífico, inconmensurable. El horizonte rojizo me rodeaba y me hizo sentir un punto, una pequeñez ante tal magnitud. De pronto –repaso ahora– tomé conciencia de que ese color naranja pálido, allá a lo lejos, era el crepúsculo inicial, el comienzo del atardecer y me propuse regresar lo más rápido posible.

Algunas ardillas veloces, se detenían al verme con sus ojos dulcificados y yo me demoré segundos, en dos o tres oportunidades. El agua tan pulcra y cantarina del arroyo, tomaba velocidad, esquivaba algunas piedras enormes y volvía a emprender su recorrido. Recuerdo, con detalles, como yo había caminado a su lado hasta llegar al puentecillo de maderas oscuras y bien conservadas. Lo crucé y ya casi en el llano, en una penumbra que avanzaba a mi lado, escuché un grito, un alerta.

— ¡Espere… espere! Quiero decirle algo.
— ¿Qué me quiere contar, buen hombre? –había preguntado, amable, al detenerme.
— Yo no tuve la intención de matarlo. No lo asesiné.
— ¿A quién? ¿A quién no mató?
— A mi amigo. Solo… apenas lo empujé para que saltara y saltó mal y cayó y no se movió más.
— Eso es asesinato. Le aconsejo que se presente a la policía y declare que no fue intencional.
— ¿Es asesinato? –preguntó alarmado.
— Sí. Soy abogado y le aconsejo que declare... Vaya, corra.

Y el pobre hombre corrió, desapareció de mi vista. Yo caminé rápido, pues necesitaba estar en mi habitación lo antes posible, para luego cenar. Agotado, realmente cansado, seguí por la senda y confirmé, una vez más, que mi juventud había quedado atrás, muy atrás.

De pronto escuché mi nombre. La voz era autoritaria, hasta cierto punto amenazante y entonces presté atención:

— ¡Rodolfo!... a ver… ¿qué me puede decir ahora?… ¿qué está haciendo parado?
— ¿Parado?
— Sí. Parado… de pie… Por favor siéntese en la silla de ruedas, que tiene a su derecha, que lo llevo al comedor para cenar… ¡Ciego y se hace el valiente! ¡Increíble!... Siempre lo mismo…
— Perdóneme. Estuve viajando.
— ¿Viajando? De este geriátrico para minusválidos, nadie viaja, nadie sale si no es con los pies hacia adelante. ¡Vamos!. ¡Basta de tonterías!

La cena estuvo regular. Habían servido lo mismo que tantas otras noches. Sí, cuando descanse un poco, planearé un nuevo viaje hacia allá y ese, tendrá un mejor final».

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El último viaje - (R) - Estel Vórima

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Estel Vórima

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Aquel viaje fue el último. El primero fue hace mucho, cuando todavía era un chiquillo inberbe. Salió del viejo rancho de su abuelo con un pasaje para a la gran ciudad. Ahora, ya quedaba lejos aquel niño, y era un turista más. Los turistas son todos iguales para los locales. Además, él sabía como comportarse. Dejar buenas propinas, pedir la jarra grande de cerveza, no buscar la sombra al pasear. En España, concretamente en el sur, era fácil hacerlo. Allí, era un extranjero más. Un guiri como los llamaban. Nadie sospechaba, nadie lo miraba mal, ni lo rechazaba. Fue peor salir del rancho a la capital, donde todo el mundo lo trataba como un paleto. Allí fue donde comenzó su otro viaje. Ese que había iniciado sin saber donde lo llevaría. Un camino de sangre y muerte. La primera vez fue porque aquella mujer lo trató como un adolescente de pueblo. Se rió de él y su virilidad. Las demás habían sido por gusto. En fin, estaba decidido, aquel día sería la última vez que viajaba por ese camino. Ya había elegido a su compañera de viaje.

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Corazonada - (R) - Lectora70


Lectora70

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Me desperté sobresaltado y acongojado con el corazón latiendo a mil por hora. Necesité unos minutos para que mi cuerpo, bañado en sudor, recuperase el ritmo normal. Este sueño había sido con creces el peor en mucho tiempo y para colmo, tenía que ver con el viaje que realizaría en apenas unas cuantas horas.

Cuando crucé las puertas de salida del aeropuerto de Dallas, por un momento me quedé deslumbrado por tanto sol en comparación con la lluvia que azotaba con fuerza aquella mañana al salir de casa. En cuanto recuperé la visión vi a lo lejos, apoyado en un todoterreno enorme, a Marc con una amplia sonrisa saludándome con la mano. Sorteando a una gran cantidad de turistas, conseguí llegar hasta él y nos fundimos en un caluroso abrazo.

—¡Marc, amigo mío! ¡qué bien te veo! —dije sintiendo la presión de sus brazos sobre mi espalda, casi cortándome la respiración.

—¡Tú sí que estas bien, cabrón! ¡No sé cómo lo haces, pero pareces el mismo tío que conocí hace veinte años en la universidad! ¿te acuerdas Carlitos? —contestó Marc soltándome, por fin, y mirándome de arriba a abajo.

—¡Pues claro que lo recuerdo! ¡Cada vez que nos vemos me dices lo mismo! Pero ya es hora de dejar de llamarme con un diminutivo, ¿no crees? —respondí—. Ya no soy aquel chavalín enclenque del que tanto te reías, mira…ahora tengo músculos, como tú.

—¿Músculos dices? ¡Esto sí que lo son! —dijo soltando una risotada mientras se apretaba el bíceps—. ¡Por cierto, mañana por la noche lo vamos a pasar genial! ¡Te va a encantar el sitio donde vamos a celebrar la Nochevieja y además vas a conocer a mis amiguetes! —exclamó entusiasmado.

Al día siguiente, por la tarde, llegamos a un auténtico rancho americano.

—¿Este es el lugar? —pregunté alucinado.

—¡Pues claro! ¡Y mira, allí están mis amigos! —señaló levantando la mano—. Ven que te los voy a presentar.

Diez minutos más tarde estábamos degustando una maravillosa cena que se desarrolló con buena conversación, copas de vino y muchas risas hasta que, poco antes de las campanadas y ataviados con gorros rojos, collares de espumillón y matasuegras, recibimos el Año Nuevo brindando con una copa de champán.

La fiesta estaba en pleno auge cuando de pronto unas voces se colaron entre la música y el griterío de la gente.

—¿Has notado eso? —pregunté a mi amigo.

—¿A qué te refieres? —contestó asombrado.

—Un voz muy grave y alta, como dando órdenes y… —no terminé la frase cuando escuchamos claramente unos chillidos.

—¡Joder! ¡Ahora sí que lo he oído! —gritó Marc—. ¿Pero qué coño pasa?

—Hay un tío armado en la entrada —le dije poniéndome en tensión.

Nos miramos sorprendidos cuando de repente se escucharon los primeros disparos seguidos por desgarradores alaridos.

—¡Oh my God! —susurré aterrado.

—¡Corred, corred! —gritó Marc tirando de mí hacia la parte posterior de la sala.

Al tiempo que nos dábamos la vuelta el resto de la gente hizo lo mismo. Todos corríamos sin saber hacia dónde chocándonos los unos con los otros, presas del pánico más absoluto. En un momento dado Marc se dio la vuelta.

—¡Vamos a la izquierda! ¡Seguidme! —chilló.

Intentábamos escapar empujando furiosamente a las personas que encontrábamos en nuestro camino, hasta que llegamos a una pared dónde estaba la puerta que daba al comedor donde habíamos cenado, y que abrió de una patada.

—¡Tiraos al suelo y arrastraos por debajo de las mesas y no paréis hasta llegar a los baños! ¡Ahora! —bramó Marc.

Sin pensar me arrastré todo lo rápido que pude hasta que vi frente a mí a mi amigo abriendo otra puerta, con un letrero que ponía «Privado. No entrar» y que estaba junto a los aseos. Entramos, cerramos y nos quedamos sentados en el suelo intentando recuperar el aliento mientras nos mirábamos asustados sin decir nada.

—¿Qué hacemos ahora? ¿Esperamos aquí escondidos? —pregunté con voz temblorosa pasados unos segundos.

—No. ¿Veis esa estantería que hay allí? —dijo apuntando hacia ella con el dedo.

—Sí —contestamos al unísono moviendo la cabeza afirmativamente.

—Vamos a moverla porque detrás hay un acceso que, a través de un pasaje, llega al exterior —explicó Marc.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

—El año pasado reformé este hotel y dos edificaciones más del rancho y se dejó esa salida intacta. ¡Y ahora, vamos, no perdamos más tiempo! —nos apremió.

Atravesamos el pasillo como alma que lleva el diablo y salimos a la fría noche del nuevo año.

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El viaje de escape - (R) - José María



José María

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El viaje de escape.
El paisaje se divisaba mejor que nunca, era un día espléndido de poniente con lo cual la costa se veía más cerca aún era espectacular, pasaron por un lugar llamado el mirador el cual estaba abarrotado de turistas que disfrutaban de las vistas espectaculares del estrecho de Gibraltar.
Faltaban apenas diez minutos para llegar a tarifa y concreta mente al puerto, dónde cogerían el ferry hacia Tánger .Marta y Clara se preguntaban cuál había sido la razón para que Pablo se empeñara de un día para otro de hacer esa excursión a Marruecos.
Estaban pasando las vacaciones en el rancho una finca de lujo alquilada para todo el mes ,con todas las comodidades posibles y lejos de las vistas indiscretas, algo difícil de conseguir en la costa del sol.
Pablo había insistido en que no molestaran a paula, que estaba con las jaquecas otra vez y no quería saber nada del viaje. Así pusieron rumbo hacia las costas del estrecho y serpenteando las curvas de una carretera en malas condiciones, por sus años llegaron a su objetivo Tarifa puerto changer .
Tarifa era una ciudad muy conocida por su turismo, a pesar que conservaba muchas de sus playas casi vírgenes se notaba que la especulación del urbanismo comenzaba a destruir su encanto natural.
Marta aprovecho al bajarse del mercedes deportivo para llamar a paula e interesarse por su estado enseguida salió un mensaje de <>era extraño pues la cobertura era buena en esa zona, anterior mente le había saltado otro mensaje de<< bien venidos a marruecos>>colgó el móvil extrañada .Clara se le acerco y miro que había apagado el móvil.
—¿Apagado o fuera de cobertura?
—Si ¿has llamado también? Te parece extraño verdad<>
Pablo dirigió el coche hacia donde le indicaron, deberían esperar para embarcar así que las chicas se fueron hacia la cafetería con el pretexto de tomar algo, en cuanto entraron a la cafetería Marta se acercó a un policía de la aduana que salía de su oficina con el distintivo de aduanas de la policía nacional.
—Buenos días señor agente tengo un problema, No sé si podría usted ayudarme.
—Dígame señora, me llamo pedro, el teniente pedro, cuénteme quizás podamos ayudarla.
El agente enseguida puso todo el dispositivo en marcha para comunicarse con la comisaria de Málaga no le extrañaba que pasara algo raro, deberían averiguar si paula estaba en la casa, así que mandarían una patrulla a comprobar y esperarían noticias, aun había tiempo.
—Señora, acompañe a su amiga al café y no haga ningún comentario sobre lo que acaba de contarme.
Cuando llego a la cafetería Clara le pregunto dónde había estado.
—En el baño, estaba ocupado esta al fondo, veo que ya has pedido.
—Si hay viene pablo. Traerá los pasajes
—Chicas tengo un hambre que me comería un tiburón ¿queréis algo de picar?
—No gracias yo tengo bastante con el café <>¿ has llamado a paula?
—Ahora llamare conduciendo no he querido distraerme sabes cómo estaba la carretera de curvas, el paisaje muy bonito pero la N -340….
En la centralita de la policía de la estación sonó el teléfono preguntando por el teniente pedro.
—Si inspector y dice usted que retenga a los tres, de acuerdo señor los mandaremos al juzgado de Algeciras, mándame el informe por fax y la orden de detención.
Cuando estaban acabando de tomar sus aperitivos se acercó cuatros policías de uniformes y el teniente de paisano.
—Buenos días, serían tan amables de seguirnos a la sala.
—Por supuesto señor agente ¿un registro de rutina?
—lo siento señor, pero quedan todos detenidos hasta que no se aclare todo.
—Que es lo que pasa señor agente <>
—¿Conocen ustedes a Paula Navarro Ponce?
—Por supuesto, es nuestra amiga <>
—Ha sido encontrada muerta en la finca conocida como el rancho, quedan los tres detenidos, le leeremos sus derechos y serán transportados hasta el juzgado de Algeciras en espera de pasar a disposición del juez.
El teniente observo pensativo a los tres detenidos, intentando hacer un retrato robot de la asesina, según el inspector de Málaga no cabía dudas que había sido una mujer, la ejecutora del asesinato, pero podría tener cómplice, el caso pasaría a la comisaria de Málaga

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Final de trayecto - (R) - Irene R


Irene R. 
https://irenerodriguez-escritora.blogspot.com/

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Era pasada la medianoche cuando lo vi salir del restaurante “El rancho de la abuela”. Me había costado años encontrarle, y todo lo que había tenido que hacer durante ese tiempo, para llegar a ese momento exacto, me había cambiado por completo. Pasé de ser un hombre alegre y amable, a convertirme en una persona huraña, fría e irascible. Lo perdí todo; familia, amigos y trabajo. Mi vida se convirtió en un viaje a los infiernos sin billete de retorno. Sabía que si llegaba hasta el final, si cruzaba la raya, no habría marcha atrás, y jamás saldría de allí. Pero nada de eso me importaba; estaba dispuesto a dar, y hacer, lo que fuese necesario con tal de llevar a cabo mi venganza. Si lo conseguía, todo lo sacrificado valdría la pena.

Lo seguí por las calles poco iluminadas y, a esas horas de la noche, vacías de turistas. Había averiguado dónde vivía, y sabía que tardaría casi veinte minutos en llegar a su casa. Lo aceché en las sombras esperando mi momento. Sentía la sangre correr con fuerza por mis venas, la adrenalina me invadía y me costó un enorme esfuerzo no lanzarme directamente sobre él. Mas debía ser precavido; un solo error, un mínimo fallo, y todo se echaría a perder.

Mi paciencia empezaba a agotarse cuando vi mi oportunidad. Se había metido por un estrecho pasaje que quedaba a cubierto de miradas indeseadas; no habría ningún testigo.
Llevaba los auriculares en los oídos y no me oyó llegar. Me acerqué a él en un par de pasos y lo agarré con fuerza de un hombro volteándolo hacia mí; quería ver el miedo en sus ojos cuando se diese cuenta de que todo había acabado.

Le costó unos segundos reconocerme, y no le culparé, mi apariencia había cambiado drásticamente desde el día en que me destrozó la vida. Pero en el momento en el que se percató de quién era, el terror se mostró en su rostro, y yo sonreí de pura satisfacción.

—Piedad, por favor —suplicó.

Aquello me hizo reír, y le miré con regocijo.

—No tendrás esa suerte.

Saqué el cuchillo de la funda que llevaba en la cintura y lo acerqué a su cuello. La luz de las farolas se reflejaron en la hoja, y unas letras se hicieron visibles.

—¿Las ves? —pregunté en un susurro moviendo el cuchillo hasta dejarlo a la altura de sus ojos—. Lleva tu nombre escrito, porque está destinado a acabar en tu cuerpo. Te arrebataré la vida, como tú me has quitado la mía.

Tragó saliva con fuerza y cerró los ojos.

—Aquí se acaba tu viaje —le dije antes de colocar la punta del cuchillo sobre su pecho.

Sus ojos se abrieron de golpe al sentir cómo la hoja se adentraba en la carne. Su mirada de espanto me maravilló y seguí empujando hasta que mis manos tocaron su cuerpo. Tosió una única vez con fuerza, y unas gotas de sangre me mancharon la cara.
Me quedé allí, delante de él, durante lo que me pareció una eternidad. Disfruté al ver cómo su vida se iba apagando poco a poco. Las fuerzas le empezaron a fallar, y acabé sujetando su cuerpo contra la pared para evitar que se desplomase contra el suelo.

—Lo siento. Nunca quise que acabase de aquella manera.

Fueron sus últimas palabras, mas aquello no me conmovió en absoluto. No había sido su intención, pero había pasado, y todos debíamos pagar, y aceptar, las consecuencias de nuestros actos.

Con su muerte, sentí que me libraba de una pesada carga. Mi camino de venganza llegaba a su fin, y la ira, el odio y el resentimiento se fundieron en uno solo con mi alma. Ya no había marcha atrás y mi destino quedó sellado en el momento en el que exhaló el último aliento.

El final del trayecto apareció ante mis ojos, y las puertas del infierno se abrieron con una invitación que no podía rechazar.

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Justicia - (R) - Vespasiano

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Vespasiano

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Otro día más me toca comer el jodido rancho de esta cárcel blindada de extrema seguridad.
Al principio de mi cautiverio marcaba en un almanaque los días que me faltaban para cumplir la condena, pero son tantos los que pasaré aquí encerrado que, desanimado, desistí de tacharlos y quise olvidarme de lo feliz que era allí afuera desde que pude recuperar a mi hermano.
Para llegar hasta aquí no me fue necesario comprar un pasaje en algún avión de línea regular o en un navío repleto de turistas. ¡Me bastó portarme como un hombre!
Desde muy pequeño he trabajado sin descanso en los campos de cultivo de la fruta y donde los viñedos bordean la carretera que sube a lo alto de la sierra.
Al morir nuestra madre, víctima del virus del Zika, mi hermano con apenas siete años de edad, fue internado en un hogar para menores del Estado.
Por entonces yo andaba malviviendo en un chamizo insalubre junto a una veintena de braceros y no me concedieron su custodia, pero mi amor por él me rompía el corazón al verlo allí abandonado.
Lo que yo no sabía era el infierno que vivían los niños en aquella comunidad religiosa denominada “La familia”.
—¿Qué te ha pasado en la boca? —le pregunté un día que fui a visitarlo.
—El cura me ha metido en la ducha fría con ropa y todo. Me empujó; resbalé y perdí dos dientes.
En aquel momento juré por Dios que no pararía hasta sacarlo de allí.
Más tarde supe del comportamiento tan cercano que ejercían los clérigos sobre los chicos allí congregados:
—Les gusta abrazarnos por la espalda y a veces nos dan besos en el cuello. ¡Pero a mí no me agrada! ¡Ninguno de ellos es mi padre!
En otra ocasión me dijo:
—Nos obligan a meternos desnudos en la piscina para tocarnos.
Indignado decidí denunciar estos hechos ante la autoridad eclesiástica. Pero mis quejas fueron tiradas a un saco roto. Aunque había un rumor de malos tratos y de abusos en esas comunidades religiosas, también existía entre los habitantes del pueblo, un miedo que carcomía, ante el poder de la curia. Tenían muchos contactos influyentes en la capital y el párroco además era íntimo amigo de un destacado juez conservador.
Con el paso del tiempo y con mucho esfuerzo logré hacerme una vivienda. Ayudado por el propietario de un almacén de frutas que me empleó, conseguí tener un trabajo estable que me sirvió para sacar del orfanato a mi hermano pequeño.
Aquella noche le escuché sollozar sin poder conciliar el sueño.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté— Ahora estamos juntos. ¡No debes temer nada!
—Me obligó a que le hiciera una felación debajo de su sotana. —Me confesó avergonzado entre convulsas lágrimas.
—¿Cuál de aquellos curas te obligó a hacerlo?
Después de aquellas revelaciones, creé un perfil falso de Facebook haciéndome pasar por un adolescente y agregué entre mis seguidores el nombre de aquel sacerdote que había abusado de mi hermano.
No tuve que esperar mucho tiempo. El párroco de la comuna rural comenzó a mandarme mensajes de texto y audios de contenido sexual. Días más tarde me envió varias fotos haciendo gala de sus dotes masculinas.
Cuando tuvimos más confianza después de haber intercambiado muchos mensajes eróticos, le abordé para saber si el desgraciado, en el auge de su concupiscencia, se delataba recreándose en las aberrantes escenas que hacía meses me oprimían el corazón.
—¿Quiere que le diga lo que más me gustaría hacer con Usted? —Le pregunté de improviso.
—Estoy deseando saberlo —me respondió—. Aunque lo que más me gusta es follar con aquellos que no quieren hacerlo. Me pone muy cachondo escuchar como lloran cuando los penetro, o la cara de asco que ponen algunos cuando les obligo a que me la chupen en la sacristía de la iglesia. ¡Pero creo que no me vendría mal un poco de complicidad con alguien tan maricón como yo!
Días más tarde preparé un encuentro a conciencia.
Aquella noche en el café de la Plaza Central sonaba "Like a Virgin" de Madonna.
En un reservado del salón, el párroco Venancio Capriles esperaba ilusionado la llegada de un chico de apenas quince años.
Cuando me vio entrar, la cuchara que sostenía entre sus dedos se le cayó al suelo provocando un sonido tintineante.
Dos certeros disparos hicieron mezclar la sangre que manaba de su frente con el sudor asqueroso que el miedo a la muerte hizo brotar de su oronda cabeza.

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MEMORIAS - Hilda G.M.

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Hilda G.M.


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Intentaba darle forma a un pasaje de sus memorias, pero el alboroto de los turistas, ya demasiado alegres después de la degustación de tequila, no le permitía concentrarse. Le hubiera gustado que su rancho continuara como lo tenía su abuelo y no esta especie de parque de atracciones para los fuereños que a él le había tocado. A su abuelo solía recordarlo siempre como lo veía de niño: alto y robusto, con el gesto serio y una mirada medio burlona que a veces se escondía bajo el sombrero. Nunca se atrevió a preguntarle cómo había perdido el brazo, pensaba que habría sido cuando se fue detrás de la mujer que lo había abandonado dejándole varios niños pequeños. De aquellos niños solo había sobrevivido su padre, pero dicen que tampoco tuvo suerte con las mujeres: lo mataron en una cantina cuando él y su hermana todavía no cumplían los siete años. Así que el abuelo hizo de padre también y mucho tenían que agradecerle. Ni su hermana ni él probaron suerte en el matrimonio, ella se metió muy joven de monja y él se había dedicado a la crianza de caballos. A veces, cuando se sentía con ánimos de charlar, les comentaba a sus empleados que los animales suelen ser más fieles que la gente. Había quienes se tomaban el comentario como indirecta y otros que pensaban que se estaba volviendo un viejo gruñón. Pero en realidad él se refería a sí mismo: ¿acaso había hecho algo por encontrar a su abuelo cuando desapareció durante su último viaje a la capital? Nada. Se quedó quietecito y cuando al poco tiempo vinieron a proponerle que les vendiera la mejor parte de sus tierras, aceptó sin siquiera discutir el precio. Mejor así.

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El Sicario - (R) - Juana Medina


Juana Medina

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Revisa una vez más su pasaje de turista a Tailandia, las fechas, los horarios, y elige uno de sus pasaportes falsos. Cree recordar que es de uno de sus muertos, de alguno de los que dejó dormido en algún café de aeropuerto porque el otro creyó reconocerlo o haber visto su foto en alguna parte. Unas gotitas en la bebida elegida lo adormecían; él le sacaba el pasaporte y huía. Cuando, después de llamarlo innumerables veces el personal del aeropuerto identificaba a su víctima, ésta ya estaba muerta y él volaba hacia algún lugar remoto.

Alguna vez tuvo que improvisar en pleno vuelo. Hay gente tan insistente… Siempre alguien necesita entrar en conversación. En ese sentido se siente superior. Desde el primer encargo que lo llenó de dinero pero lo obligó a vivir más en el aire que en la tierra, supo lo que era la soledad hasta de sí mismo. Aprendió a no nombrarse ni con el pensamiento.

Ahora, retirado del oficio, vive en un espléndido rancho al borde de la selva, siempre bajo otro nombre. Sabe que Interpol lo busca, y esta mañana al leer el diario con la minuciosidad acostumbrada encontró un recordatorio aparentemente ingenuo de familiares de uno de sus últimos muertos, como suele llamarlos, que le indica que nunca creyeron en el ataque cardíaco que lo mató en vuelo y que siguen buscando testigos. Es mejor ausentarse un tiempo.

Habla con la mujer que lo acompaña desde que compró el rancho. Es una indígena sumisa y crédula. Sabe que su hombre se dedica a los negocios importantes de los blancos, que a ella no le falta nada y que solo debe atender su casa como la atendió siempre, cocinarle lo que le gusta y estar disponible para el sexo. Él no le pega, no le levanta la voz, no la maltrata. Muchas veces ni siquiera la mira, pero ella vive tranquila. Asiente, aunque él ya le da la espalda.

Ningún auto, ninguna motocicleta, ninguna bicicleta lo sigue. Todavía está a salvo.

—¿No despacha equipaje, señor?

—No, voy por pocos días.

—Entiendo. Embarca por puerta veintidós. Buen viaje.

La empleada casi no lo mira, pero su “entiendo” queda resonando.

Compra una novela policial en el puesto de diarios y revistas, y va directamente al prembarque. Simula leer. Nadie le presta atención.

Ya en el avión, cede su asiento a una señora que protesta porque no le gustan las filas de cuatro pasajeros y quiere una ventanilla. Él por el contrario prefiere estar sobre el pasillo, y si el avión no va muy lleno, a su lado quedará algún espacio vacío.

Suspira. Por fin empieza a relajarse. Todo está en orden.

En el otro extremo de su fila se sienta un hombre de unos cuarenta años que parece no verlo. Ni bien las indicaciones de los cinturones de seguridad se apagan, el hombre reclina el asiento y se dispone a dormir. Él aparenta hacer lo propio, pero sabe que no puede descuidarse. Registra las caras de las azafatas y del comisario de abordo.

Se levanta al baño. ¿Habrá algún sospechoso? Se ríe de sí mismo, actúa como los que lo persiguen.

Un matrimonio de turistas jubilados, un ejecutivo metido en su ordenador, dos amigos o socios que beben sin parar. Todo tranquilo. Hizo bien en reservar el primer vuelo a un lugar tan lejano. Al parecer esta vez no tendrá que matar a nadie. Quizás hasta pueda tomarse vacaciones.

Cierra los ojos. Durante el viaje puede descansar. El alerta debe ponerlo sobre el aterrizaje.

Sin embargo, todo vuelve en el sueño. Dos crímenes por encargo y siete por temor a ser reconocido, infinitas millas de vuelo, viviendo en el aire hasta poder recalar en un rancho de lujo y soledad; y siempre las caras de los nueve asesinados atados como globos a la cola del avión que lo transporta. Siempre con él. Sólo en el rancho no los ve. ¿Habrá hecho bien en irse?

Las luces se encienden. Los cuerpos empiezan a moverse. Es hora. Bajar entre muchos, ni de los primeros ni de los últimos. Pasar desapercibido. Pero esta vez, los muertos no se van en cuanto abre los ojos.

Se los refriega. Se despereza. Vuelve a mirar. A su alrededor, la señora que pidió la ventanilla, el ejecutivo del ordenador, los jubilados, los bebedores y las azafatas lo miran fijo mientras su vecino de fila dice: —Buenos días, Félix —cerrando un par de heladas esposas en sus muñecas.

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Recuerdos de un viaje lejano - MT Andrade

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MT Andrade


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En la década del 90 solía trabajar con empresas de Bilbao. Tomaba contacto con distintos proveedores, asistía a ferias de electrónica, a la cámara de comercio. Esos asuntos me ocupaban durante una semana. Después me convertía en turista.
Un año me acompañó mi esposa. Pensábamos continuar por la costa del Cantábrico hasta San Sebastián, buscar un lugar pintoresco donde atravesar los Pirineos, quizá el paso más cercano. En Francia dirigirnos a la costa azul y llegar hasta Mónaco. Completar el regreso a Madrid con una visita a Barcelona.
Mientras viajábamos hacia el sur de Irún, una amplísima zona en reparación nos desvió. Una ruta sin carteles en medio de la nada, una noche temprana, en una época sin GPS. Fue así que terminamos en Pamplona. Entramos en una ancha avenida, doble vía. Frente a un semáforo grité a un hombre que cruzaba:
—Un hotel por aquí cerca.
—A dos cuadras —dijo señalando una calle lateral
Una señora que caminaba en sentido contrario agregó:
—Un edificio con frente blanco y aberturas verdes.
Agradecí con una seña. Más sencillo imposible, doblé a la derecha en el mismo semáforo y tremendamente cansados nos alojamos en un lindo y económico recinto. A la mañana siguiente, antes de partir, recorrimos algunas cuadras de una pintoresca ciudad. Regalos del destino.
Pensábamos en algún momento, cosa que hicimos casi diez años después, recorrer el camino del peregrino. Pero ese primer y anecdótico trayecto quedaría solo como un paseo hermoso, un recorrido de su comienzo en sentido inverso, para llegar finalmente a la ciudad donde, según Cohelo, se inicia.
Tuvimos la fortuna de cruzar Roncesvalles, Valcarlos y finalmente pernoctar en Saint Jean Pied du Port.
Y no estoy hablando solo del paisaje cambiante, de las casas de madera con jardineras colgantes en flor, de algún rancho aislado, de los ríos de montaña. Me refiero a la “chanson de Roland”.
Los lugares suelen contarnos hechos diferentes, que sumados a lo que conocemos de antemano, a lo que cuentan los lugareños o lo que hoy podemos leer en la red, forjan un relato único y propio. Que no es la inexistente historia, simple e inexacta memoria de los acontecimientos. Una reminiscencia del mundo que intenta masificar las cosas, es sobre todo el latir de pueblos diferentes.
Los que hoy ya cumplimos los 70 leemos la historia reciente y sabemos que no fue como está escrita. No podemos esperar menos de hechos que ocurrieron hace un milenio.
Si fueron los sarracenos o los vascos con piedras. Si fue en el siglo nueve, relatado en el once el primer poema épico en lengua romance... Lo que estremece es el camino milenario, es ser peregrino, es lo que somos y lo que pisamos.
Al cruzar la frontera, automáticamente paré en la guardia fronteriza. Ningún otro vehículo lo hacía en una Europa ya casi unificada. El guardia francés me pidió la visa. Le expliqué que hacía seis meses los requisitos para ciudadanos de mi país habían cambiado, ya no se necesitaba. La noticia no había llegado al guardia, quien se dedicó a buscar en unos gruesos archivadores repletos de expedientes. Finalmente llegó el hombre y me dijo que tenía razón que había encontrado el decreto y no necesitaba visa. De todos modos procedió a estampar el sello en el pasaporte, diciendo en francés con una amigable sonrisa:
—Ah, lo que usted quería era esto. —y en nuestros pasaportes quedó grabado en azul un nombre y la imagen de un mundo montañoso.
Realizamos el recorrido como teníamos pensado y volvimos a Madrid, desde donde partiríamos a última hora hacia Montevideo. Paramos en la plaza de España. Yo estaba muy acostumbrado a viajar solo, a recorrer los lugares supuestamente peligrosos, la noche en Bogotá o los barrios bajos de Ámsterdam. Simplemente usaba mis pantalones vaqueros más viejos y algún buzo algo raído, un gorro de lana. Nadie me confundiría con un turista, como mucho lo harían con un ladrón. Ese día no fue así.
Un chico, con tono rioplatense, se acercó a mi señora que estaba en la parte de atrás del CITROEN de alquiler, con la puerta trasera levantada y le preguntó dónde se encontraba la estación de metro Opera.
Ella me llamó. Caminé unos metros para explicarle y cuando volví ya no estaba su cartera. Con ella volaron los pasaportes, los pasajes de avión y muchas cosas más
Todavía tengo un grato recuerdo del cruce fronterizo y una vaga idea del sello que no llegué a ver dos veces.

Cuando Larry encontró a Joe o cómo reavivar el deseo - Ratopin Johnson

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Ratopin Johnson


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Todo había empezado antes de salir. Primero, el maletero hasta arriba, lleno de bultos inútiles, imprescindibles según Kate, su esposa, que apenas le dejarían ver la carretera mientras conducía. Segundo: ella pretendía dejar los palos de golf en tierra. Él: que los palos iban a viajar, así tendría algo de lo que presumir con su cuñado. Quería demostrarle que había mejorado bastante su juego. Encima él se los había regalado. Por tanto, no sabía cómo, pero la bolsa con los palos de golf entró también en el maletero.

Además, Jenny, su hija, en el asiento trasero. Como buena adolescente estaba la mitad del tiempo quejándose, y la otra mitad ajena el mundo, escuchando música con los auriculares puestos y/o chateando con el móvil.

Trascurridos unos doscientos kilómetros, a Larry le estallaba la cabeza, por lo que su mujer cogió el volante. Un rato más tarde, acordaron parar en la siguiente estación de servicio.

Joe debía actuar. Los vio entrar en la cafetería, que a esas horas tenía cierto bullicio. Discutían. Bueno, la esposa parloteaba , el marido resoplaba. Madre e hija se fueron al baño, y el hombre se acodó junto a la barra y pidió un café. Era el momento. Joe se colocó estratégicamente al lado de Larry, y enseguida entablaron conversación.

Larry tenía ganas de charlar. El tipo estaba casado y sabía lo que era tener una mujer dominante en casa. Era como si dos miembros de una misma hermandad se hubieran encontrado en un momento difícil: la hermandad de los maridos. ¿Por qué se había casado? ¿Qué le había gustado de Kate? ¿Dónde estaba esa chica delgada que había conocido hacía ya veinte años?

Larry calló por un instante. Echó un vistazo alrededor y dijo:

—Y tu mujer… ¿no está por aquí?
—No —contestó el desconocido—. Viajo solo. Mira aquí.

Larry miró hacia abajo. Joe le enseñó una pistola que enseguida guardó.

—Calma —dijo.

Larry se quedó blanco.

—Te informo que acabo de sacarme un pasaje en tu coche. Viajaremos los cuatro como unos turistas más.

En ese momento, Kate y Jenny pasaron por detrás.

— ¿Haciendo amigos? —dijo Kate malhumorada —. Vaya cara tienes.
—Cariño, es que no soy de hierro. No soy de hierro. – dijo él.

Ella le miró con extrañeza.

—En cinco minutos salgo. Cinco.

Madre e hija salieron del local. Joe dio un sorbo a su café y continuó.

—Viéndote, diría que eres incapaz de intentar nada. No te puedes hacer idea para la gente que trabajo. En nada, sabría donde vives. Si intentarais algo, si milagrosamente os saliese bien, iría y quemaría tu puta casa con todos vosotros dentro. Solo necesito que me llevéis a donde os indicaré después. Todo irá bien. Di sí o asiente al menos si has comprendido.

Larry asintió. Recordó algo que había visto en las noticias hacía un par de días. Unos asesinatos en un rancho, aunque aquello había ocurrido un poco lejos de allí. Se decía que parecía un asunto entre mafias.

—Vamos —dijo Joe—. Yo iré atrás con tu hija. Vosotros delante evidentemente. Un encanto tu mujer.

Larry pensó que Kate tenía las llaves del coche y deseó, algo poco probable, que le hubiera entendido.

Su esposa estaba detrás del vehículo cigarrillo en mano y Jenny en el lateral del conductor con los auriculares puestos. Los dos hombres se acercaron por el otro lateral.

— ¿Vamos a llevar a tu nuevo amigo? —protestó Kate.
—Escucha —dijo Joe —. Y tú, acércate aquí —dijo dirigiéndose a Jenny.
—. ¿Nos van a robar? —dijo la hija.
—Tiene un arma. Acercaos por favor… —musitó Larry.
— Dios mío —dijo Kate.
—Venid aquí las dos —ordenó Joe —. No pasará nada.

Mientras vigilaba la posición de Jenny, se despistó por un segundo. No lo vio venir. Recibió un golpe descomunal en la cara. Larry creyó ver sangre con un trozo de carne volando. Joe quedó postrado con las rodillas en tierra chorreando sangre.

Con la pistola en la mano, quiso decir «zorra» pero no pudo. Kate le volvió a golpear con fuerza en la nuca derribándolo por completo. Miró a su marido temblando con el palo de golf en la mano. Jenny observaba aterrada.

— ¿Hierro cinco dijiste? —preguntó Kate.
—Sí, aunque te va mejor un palo más corto.
— ¿Nos iba a robar, verdad? Estabas tan pálido...
—No, no era un ladrón —acertó a decir él todavía asustado.

Le había entendido. Con muy poco, y le había entendido. Mirándola, sonrió y la deseó como no lo había hecho en años.

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El mejor día de mi vida - Dama de Bailalunas

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Dama de Bailalunas

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EL MEJOR DÍA DE MI VIDA

Llegó el día, ¡qué ilusión nos hace a todos este viaje!. Mi vecino, el señor Quico, se acaba de comprar el último modelo de Seat 600 y lo vamos a estrenar. Vamos a ir a visitar a unos primos de mamá que viven en Villalucre, mamá dice que vamos al Rancho de sus primos, porque dice que son tan pobres que eso no es ni siquiera una casa. Ella los quiere mucho, su prima es como su hermana porque la dio de mamar mi abuela.
El señor Quico y papá van delante con los dos más pequeños. Las cinco chicas vamos atrás. ¡Qué bonitos son todos los paisajes que vemos por el camino! Hay unos prados muy grandes con muchas vacas pastando. Pasamos por varios pueblos hasta que llegamos al nuestro. Hoy somos los primeros turistas que reciben y nos miran mucho cuando llegamos. Allí están esperando el primo Juanón y la prima Agustina, ¡qué altos son los dos!. Se han puesto muy contentos de recibirnos, ellos no tienen hijos y les hace mucha ilusión recibir niños. Primero nos besan mucho y nos aprietan los mofletes. Después nos llevan a la huerta, ahora es la época de fresas, están rojitas y riquísimas. Mi hermano pequeño se pone las botas, se las come a puñados, es muy gracioso verle con la carita toda manchada del rojo del jugo de las fresas.
Después vamos a ver las gallinas, andan sueltas por delante de la casa. Ahí en el medio está el gallo Quirico presumiendo entre todas ellas. También hay pollitos, me gustaría llevarme uno a casa pero seguro que mamá no me va a dejar.
A la entrada de la casa en la parte de abajo hay dos vacas, hay que cruzar entre ellas para pasar a la cocina que está en la parte de atrás, dice la prima que por la mañana las ordeña y así tienen leche fresquita para el desayuno. No huele muy bien aquí. También hay un burro, esta tarde vamos a ir los niños a pasear por el pueblo montados en él, es muy bueno y podemos montar dos o tres a la vez ¡todos tenemos nuestro pasaje asegurado!
En la casita de al lado están los viejitos, son los papás de la prima Agustina. Son muy mayores y visten de negro. Dice mamá que la gente que viste de negro es porque se les ha muerto algún familiar. La viejita con su pañuelo en la cabeza y su delantal negro encima de una falda larga hasta los pies también negra. El viejito lleva un sombrero y un bastón, va muy elegante, lleva también un chaleco con un reloj de cadena de plata, y una chaqueta a juego con el pantalón. ¡Están tan contentos de recibirnos! Es muy bonito verlos pasear agarraditos del brazo por el patio de su casa, entre las gallinas, los perros y los gatos. ¡Cuántos animales juntos hay aquí! También hay conejos y cerditos. A los cerditos los están engordando para la matanza que harán en diciembre, pobrecitos, me da pena de ellos, pero la verdad es que luego están muy ricos los chorizos.
Las mamás y la prima nos preparan la merienda, chorizo y jamón de la matanza, saben a humo porque dicen que se curan al lado de la chimenea. Nos lo comemos todo en un periquete porque estamos deseando salir a correr por las calles detrás de las gallinas.
Los hombres se han ido al bar del pueblo a echar la partida, como dicen ellos. Se toman un chato de vino, fuman un pitillo y juegan a las cartas. A ver si vuelven pronto y nos llevan a pasear en el burro….

Yo no me quiero ir a casa, ¡lo estamos pasando tan bien!, pero estamos muy cansados y ya es de noche. Dice el señor Quico que otro día vamos a la playa. ¡Hay que aprovechar ahora que tenemos coche!
Caemos todos rendidos al llegar a casa, no nos da tiempo más que a tomar un vasito de leche y meternos en la cama calentitos.
Ha sido el mejor día de mi vida.

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De ofertas se trata - (R) - Selene

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Selene


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Tenían una enorme pila de catálogos encima de la mesa, además contaban con la ayuda de dos portátiles que les ayudaban para filtrar la enorme lista de ofertas, agobiadas y mirándose con desesperación, Elisa y Anna no sabían que hacer. Sólo tenían una misión, encontrarles un viaje de ensueño para sus dos padres.
- Lo que le decía señorita – dijo Elisa, moviendo un bolígrafo entre sus manos – necesitaríamos dos habitaciones de matrimonio separadas.
La mujer al otro lado de la línea le insistió que aquella oferta era solo para jubilados y casados.
- Ya, lo se, pero a ver si lo entiende – dijo Elisa con paciencia -, es para cuatro personas, no para dos… Es decir, para dos parejas.
Anna con las dos manos juntas, pedía a los cielos que por favor esta vez lo consiguieran.
- Sí, ya se, es para nuestros padres. Sí, nuestros dos padres. No, no es para una pareja, es para dos parejas.
Elisa quería llorar, y Anna le besó en la frente.
- A ver no tengo porque explicarle porque, pero son dos parejas casadas, los cuatro son jubilados. – remarcó Elisa.
Elisa sonrío a Anna, cruzando los dedos. En que maldito momento habían decidido comprarles a sus padres un viaje, encima sola a una semana vista.
- Eso, exacto - contestó Elisa - , miré usted olvide que le he dicho que son mis padres.
Sería lo mejor, pensó Anna, explicar a alguien la historia de amor de sus padres era un problema como ningún otro. Las expresiones de las personas solían ir de la dulzura, al espanto a la sorpresa hasta el puro shock. Anna debía agradecer que hubiera salido como una persona hecha y derecha.
- ¿Cómo que si no son mis padres no pueden hacer el bono regalo?
Anna quería llorar.
- Sí, son mis padres. Señorita, son mis padres separados con sus respectivas parejas que van a celebrar sus bodas de plata.
La voz de Elisa sonaba cada vez más cabreada.
- Sí, exacto. Exacto. Se casaron el mismo día, sí, muy extraño.
Elisa odiaba esa clase de comentarios.
- No, no queremos la clase turista para los aviones, son cuatro abuelos jubilados en su primer gran viaje. – una pequeña pausa y la cara de Elisa se contrajo de rabia – No turistas, la “gold”. Sí, van a ser turistas, pero no en el avión.
Anna decidió que quizás lo mejor sería empezar a llamar a la otra compañía. Sus padres siempre habían expresado su deseo de ir a ver México, pero la pareja de su padre, es decir, su madrastra tenía problemas con el sol; así que estaba descartado. Pero su padrastro, la pareja de su madre, odiaba el frío y se enfermaba con suma facilidad.
Tras discutirlo, y discutirlo se había dicho que podían ir más al norte, más por Noruega en verano, ni frío y sin mucho sol. Aunque Anna hubiera preferido regalarle un rancho a su padre, le gustaban tanto los animales.
- ¿Cómo que el avión no entra en el pasaje? Pero si en la web dice… Ah, que esa era la pre oferta, y ahora es la oferta.
Anna hizo señal para que cortase.
- Escuche, Señorita, llevamos hablando dos horas, y espero que este teléfono no se cobre – añadió riendo - , pero… ¿Cómo que si se cobra? Pues ya pueden descontármelo del precio de la oferta, esto se avisa.
Anna cogió de nuevo el catálogo de un rancho, estaba algo lejos y tendrían que ir en tren, pero un pote de crema solar y un buen abrigo harían suficiente.
- Escúcheme bien, les denunciaré, ¿me escuchan? Esto… ¿Qué letra pequeña? ¿Dónde está eso en la web?
Sería lo mejor, pero deberían de buscar de nuevo.
- ¿De verdad esto es una oferta para jubilados? Pero si es que ni yo puedo leer eso. – dijo Elisa señalando la página web dando un golpe a la mesa.
Aunque Anna conocía a alguien de una agencia ahora que caía y creo que le dijo algo de una oferta. Que cabeza la suya, y creía recordar que era bastante buena.
- ¿Cómo que la oferta se acaba de acabar porque son las doce? – una pequeña pausa – Oiga, oiga… ¡Me ha colgado! Menudo timo…
Elisa miró largamente a su hermana, algo ida.
- ¿Qué te parece un rancho?
- Arre caballito…– dijo Elisa, colocándose las manos sobre la cara – Que así sea.
Y lo peor era que el viaje no era para ellas…

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Doble o nada - (R) - Pepe

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Pepe
https://entreunascuatroesquinas.blogspot.com/


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Hoy he tenido el peor día de mi vida...
...Y ya es mala suerte; justo me ha tenido que pasar ahora que empezaba a vivir mi sueño, donde comenzaba a trabajar como doble del más famoso actor de acción del momento en el rodaje de la secuela «Rancho sangriento 2».
Todo ha comenzado esta mañana camino de los estudios, los cuales están a una hora en tren. Estaba eufórico, pero nada más llegar al andén ha ocurrido este desafortunado incidente que ha lanzando mi carrera y vida al traste.
Rápidamente, han aparecido tres policías. En estos casos siempre lo hacen aprisa.
—¿Qué tenemos? —pregunta el que parece el superior con una voz suficientemente fuerte para sobreponerse al ruidoso algarabío del gentío que nos rodea.
—Varón de entre 35 y 40 años; disparo en el pecho —dice otro que lleva un bigote bastante ridículo.
—43 para ser exactos —comenta el tercero con un móvil en la mano. El más joven.
—Ramírez, ¿Qué dices? —pregunta el superior.
—Lo he mirado en la Wikipedia —responde el joven.
—¡Calla y deja el puto móvil! —espeta el bigotudo.
—¡Es Jason Bronson! El actor, ¿No digáis que no lo reconocéis? —suelta eufórico Ramírez.
—¿En serio? —vacila el bigotudo—, un personaje de su calibre viajaría de manera más lujosa. ¿No cree, Arráez?
—No veo la televisión —dice Arráez, el superior.
— Estos tipos suelen ser muy extravagantes, viajaría así por alguna manía absurda.
—¡Callad! —grita el superior—. Dejad la «salsa rosa» y preguntad a los mirones, seguro que alguien ha visto algo.
—Hay demasiados... —farfulla Ramírez mirándome.
—¡Yo lo he visto! —exclama una voz salida de entre el gentío.
—¿Quién...? —pregunta Arráez—, ¡traédmelo!
Los dos policías se internan entre la multitud y aparecen con un hombre calvo y mal vestido. Al parecer es el que ha visto la escena.
—Era un hombre alto y pelo blanco platino —dice nervioso antes de que nadie pregunte—, parecía extranjero, un turista o algo así, se ha acercado y, sin más, le ha pegado un tiro. Después ha salido corriendo, no sé hacia dónde...
—Un fanático... —murmura el bigotudo.
—¿Qué hacía usted aquí? —pregunta Arráez.
—Coger un tren, pero la terminal parece bloqueada.
—Y más que lo estará...
—Ramírez, calla y llévate a comisaría a este señor. ¡Quiero un informe escrito!
—No puedo, debo coger un tren.
—Cuando la prensa se entere, esta terminal va a quedar colapsada, así que tampoco podrá ir a ningún lado —suelta el joven risueño.
—Ramírez, joder, lárgate.
—Tiene razón, jefe —comenta el bigotudo—, este tío es muy famoso.
—No os creo...
—¡Mire y crea! —Ramírez le acera el móvil con su imagen.
Al verla, el semblante del superior enrojece.
—Mierda..., esto es gordo.
—¿Lo qué? ¿Por qué va a clausurarse una estación? —dice el hombre que sigue al lado de Ramírez.
—La víctima, ¿no la reconoce?
—No. ¿Lo han registrado? —suelta el hombre dubitativo.
Al oírlo, los tres policías se miran y se lanzan nerviosos a ello, al parecer eso era lo primero que deberían haber hecho.
Encuentran el pasaje y una cartera con la documentación.
—«Antonio del Pino...» —lee el bigotudo.
—Con que famoso, ¿eh? —dice Arráez con escarnio.
—Es un seudónimo, señor, para no llamar la atención —contesta Ramírez.
—¡Ya!
—Es verdad —complementa el bigotudo acercándoseme demasiado—, esta gente suele usar nombres falsos.
—Bueno, ¡da igual quién sea! Llamad al forense, desalojemos la zona y busquemos al sospechoso. Tenemos una descripción bastante clara de ese fanático.
Todos obedecen.
Al rato, el andén se llena de gente extraña que no deja de rondar por mi lado y por el resto de la terminal.
Al anochecer se llevan mi cuerpo dejando lo que al parecer ha quedado de mí, como si me hubiera transformado en una especie de fantasma a la espera de que algo pase...
...Pero nada ocurre. Ni siquiera una luz que al fondo de un túnel quiera guiarme...
...Algo malo habré hecho. Aunque tampoco se ha abierto el suelo aguardando azufre y llamas...
...Será que no estoy muerto, pero es evidente que vivo tampoco...
...Puede ser que hasta que no se identifica al cadáver uno no llega a morir del todo, aunque eso no tiene sentido...
...A lo mejor las personas que tenemos una doble vida también tenemos una doble muerte...
...No sé, pero esa última teoría me gusta más. Con ella presiento que el día se va arreglando...
...Aun así, ¿qué hago ahora? ¿Vagar sin rumbo o probar de asustar a alguien...?
¡Me declinaré por la segunda...!, quizá me guste...

***

El bosque - (R) - Kirby

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Kirby

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***

Llevaba 12 horas caminando y solo pensaba en lo idiota que fui al elegir este lugar.
Para vacacionar, todo el mundo saca pasajes a un lugar turístico y listo. Pero yo no. Yo tenía que hacerme el distinto e irme a un rancho perdido en medio del bosque. Lo alquilé para alejarme de los delirios cotidianos, y todo iba muy bien hasta hoy a la mañana, cuando salí a caminar por el frondoso bosque. Un monte verde, lleno de enormes pinos milenarios. EL dueño del rancho me recomendó que, si salgo a caminar, no debía hacerlo por el sendero marcado. Para alguien con ansias de explorar, lo mejor era arrancar hacia alguna dirección cualquiera e improvisar. Así, no me toparía con turistas que interrumpan mi privacidad. Y eso hice. Partí esta mañana hacia el este y no he parado de caminar durante 12 horas. Y no precisamente por estar cautivado con la belleza natural. No. A la hora de haber comenzado la caminata, llegué a un punto elevado y volteé para ver el paisaje desde lo alto. Al hacerlo, divisé una figura a unos 150 metros tras de mí, quieto. Me quedé helado. Su rostro tenía algo raro, algo inerte en su expresión. Tras unos pocos segundos incomodos y al ver que aquella persona permanecía inmóvil, grité “¿hola?” Nada. Volví a gritar. Silencio. La situación no me gustaba. No estaba recorriendo un sendero pre-trazado, había caminado por la maleza salvaje, incluso había tenido que atravesar algún arroyo. ¿Qué hacía siguiéndome? ¿Por qué se detenía y me miraba fijamente cada vez que me frenaba para comprobar su presencia? Tras una hora decidí dar con él. Dar media vuelta y encararlo. Pero al acercarme unos metros me detuve en seco. Mi corazón se aceleró y un sudor frío bajó por mi frente. El hombre tenía puesta una máscara, una máscara blanca. Por eso es que notaba algo extraño en su expresión. Esto no estaba bien. Este psicópata me seguía para hacerme daño y yo estaba solo con él en el bosque. Sombrías ideas me invadieron: “¿me habrá recomendado el dueño un sendero alternativo para atraparme solo y perdido?”.
Al no poder volver, ya que eso significaría confrontarlo, y no tengo nada que pueda usar como arma, decidí continuar y tratar de perderlo. Por varias horas avancé a paso rápido. Cada tanto miraba sobre mis hombros, pero la figura sin rostro siempre estaba ahí, quieto. Comenzó a anochecer y creció mi angustia. Sabía que pronto no podría distinguirlo entre los árboles y sería ahí cuando él pondría fin a esta persecución. Seguro su plan es agotarme y, cuando esté cansado y oscuro, rematarme sin que yo pueda siquiera anticiparlo.
Estoy cansado y totalmente perdido. Tomo un sorbo de la poca agua que me queda y aprovecho para mirarlo. Allí esta, Inmóvil, mirándome. Tengo mucho miedo, pero necesito tirarme a descansar. Siento que mis piernas ya no pueden más. Y cuando estoy a punto de abandonar la huida y desvanecerme rendido en el suelo, debo detenerme. He llegado a un barranco. Delante mío hay un acantilado con una profunda caída. Debo pensar rápido. No puedo seguir avanzando, debo ir a hacia otra dirección. Volteo y me caigo al piso del susto. El hombre estaba a tan solo unos pocos metros de mí, observándome fijamente. Desde el suelo le grito desesperado y entre sollozos “que querés de mí” No responde. Se sienta en el piso y continúa mirándome.
Llevo seis horas en el suelo atrapado por este psicópata sentado inmóvil frente a mí. Muero del sueño, pero debo aguantar hasta que él se duerma. Así, quizás pueda salvarme. Sé que está esperando eso. En cuanto me duerma me ejecutará sin ningún esfuerzo.
Siento los parpados pesados. Los cierro por unos segundos y los abro. Que placentera sensación es descansarlos. Daría todo por dormir, aunque sea unos minutos. Los vuelvo a cerrar, esta vez los mantengo así un poco más. Con dificultad los abro. Con la vista nublada veo a mi perseguidor, allí está, inmutable, mirándome. Cedo ante la tentación y cierro los ojos. Los mantengo un poco más de lo que debería, me siento muy bien así. Que hermosa sensación. Un regodeo me inunda. Por un momento olvido donde estoy y me siento parte del bosque. Me concentro en los sonidos ¡Es que hay un montón!: los arboles moviéndose, el agua de algún arroyo, algún animal dando vueltas. “Que belleza de bosque” pienso. “Pensar que me había arrepentido de venir, esto era todo lo necesitaba”.

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El viaje - (R) - Charola

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Charola

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El viaje
A las tres de la madrugada una llamada telefónica rompió el silencio.
—¿Aló?
—Teniente Cárdenas. Se le necesita en la base. Venga rápido. Debe hacer un viaje urgente.
—Pe... pero.
—No puedo explicarle más. Tiene media hora para apersonarse.
Alberto se lavó la cara. Se colocó el uniforme de campaña y salió rumbo a la base. Un grupo de compañeros lo estaba esperando.
El coronel, que se encontraba trabajando a esas horas de la mañana, apareció preocupado, y colocándose enfrente les dijo:
—Ocho periodistas han desaparecido en un lugar llamado Uchuraccay. Averigüen qué pasó con ellos.
El grupo de policías investigadores viajaron en un avión militar hasta Ayacucho. Llegaron muy de mañana. El otro tramo debían hacerlo en helicóptero, pues la zona era bastante alejada de la ciudad. Apenas recibieron el rancho subieron al autogiro. Pasaron muchos cerros solitarios, encontraron algunos pequeños grupos de viviendas muy alejadas unas de otras. Cuando llegaron, el inclemente clima los tomó por sorpresa. Sabían que hacía frío, pero no se habían imaginado lo duro que era vivir en esa zona tan alejada. Mientras que algunos estudiosos en Lima y otros departamentos de la costa, decían, que había llegado la modernidad al país, los policías se encontraron con otra realidad: la mayoría de los pobladores vivían del campo. El pueblo no tenía ni los servicios más elementales, no había escuela ni centro de salud. Los lugareños ni siquiera hablaban español, sino quechua y los esperaban desconfiados, ariscos, y por supuesto sin ganas de hablar.
Si algo se había sabido de la desaparición de los periodistas era porque uno ellos era de la zona y no regresó a su casa. Además, se supo que en el pueblo anterior un guía los había ayudado a encontrar la ruta y tampoco había retornado.
Alberto Cárdenas se preguntaba por qué lo habían escogido a él si no sabía hablar quechua. Sus demás compañeros estaban en lo mismo. Felizmente consiguieron un intérprete dentro de los policías de Ayacucho que los acompañaban, aunque no les gustaba recibir información de tercera mano, peor aún cuando nadie quería hablar.
Reunieron a los pobladores, parecían todos iguales: de baja estatura, tenían la piel morena, sin ser negra, era más bien, herrumbrosa, ojos pequeños, inquisidores, nariz grande, alargada, boca mediana. Todos vestían igual: pantalón marrón, chompa oscura. Se cubrían con un poncho. En la cabeza llevaban un chullo que tapaba sus orejas y encima un sombrero marrón o negro bastante gastado. La mayoría no llevaba medias mostrando parte de sus pies curtidos por el frío, pues sus zapatos como sandalias maltratadas permitía verlos.
Después de un penoso interrogatorio, donde más que responder a las preguntas, hacían señas y ademanes donde se podía entender que había habido una batalla campal, se escuchó al intérprete:
—¿Acaso parecían terroristas?
—No, parecían turistas, pero no debían haber venido a pie. Todo desconocido que venía caminando era terrorista para nosotros —relató el intérprete según lo que contestaron los comuneros.
—¿Eso han dicho?
—Sí.
—¡Dios mío!
—¿Y qué hicieron con ellos? ¿Dónde están?
Uno de los campesinos guió al grupo, por entre las chozas, caminaron por algunos pasajes solitarios, solo el silbido del viento los acompañaba. Llegaron a un descampado, hasta un lugar donde se notaba que la tierra estaba removida. Cuando cavaron, allí estaban los cadáveres de los periodistas, enterrados los ocho, masacrados.
¿Cómo se habían convertido en asesinos? ¿Cómo es que se habían equivocado? El momento era casi irreal, silenciosamente penoso.
Cárdenas recordó que días antes del 26 de enero de 1983, el comando militar había informado sobre la muerte de un grupo de senderistas a manos de los campesinos. Fue entonces cuando un grupo de periodistas que cubría la información quiso confirmar si los hechos habían ocurrido tal como fueron narrados por la autoridad militar. Había mucho escepticismo.
Las voces decían que los policías les habían enseñado a reconocer quiénes eran terroristas y quiénes, militares. «Los primeros vienen a pie, mientras que los militares siempre lo harán en helicóptero», les habían dicho.
Cuatro meses después de la matanza encontraron en una cueva cercana al pueblo de Uchuraccay algunas pertenencias de los hombres de prensa, entre ellas, los rollos de la cámara de uno de ellos. Las fotografías registraban el encuentro con los campesinos y mostraban cómo más de cien campesinos, empleando palos, piedras y cuchillos como defensa, habían matado a los hombres de prensa. Una revelación póstuma.

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Sin vuelta atrás - (R) - (¯`•¸•´¯)YOLI(¯`•¸•´¯)

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(¯`•¸•´¯)YOLI(¯`•¸•´¯)

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La muerte de mi hermano fue accidental. Luego del funeral, mi padre y yo regresamos al rancho. Entré al cuarto de Raúl y me adjudiqué el derecho de heredar su bicicleta, la que siempre codicié, de marco rojo brillante y suspensión en la rueda delantera.

Quise cumplir el sueño de ir en ella a la capital como turista, papá insistió en costearme el pasaje en tren, porque sabía de mi inexperiencia en el manejo de ese vehículo, pero de nada valieron sus ruegos para hacerme desistir.

Al principio del viaje me costó mantener el equilibrio y me aferraba con fuerza al manillar. Luego de varias caídas logré dominarla.

Hace días dejé la ciudad que quise conocer, no tengo ánimo de regresar al rancho.
Sigo pedaleando sin rumbo, para olvidar como logré obtener este capricho.

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Nuevos comienzos - (R) - Wanda Reyes

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Wanda Reyes

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La sensación de que alguien la veía la hizo voltear nuevamente. Aurora decidida se levantó al baño para tratar de calmar aquella extraña idea de que la observaban.
Caminó por el pasillo del tren y les dio un vistazo a todos los pasajeros tratando de encontrar una cara conocida. Llegando al baño descartó la idea y pensó que el exceso de trabajo la estaba volviendo loca.
Recordó que su trabajo no sería más un problema ya que esa mañana la habían despedido, “exceso de personal", era la excusa que le dieron.
El jefe de la fiscalía donde trabajaba, había despilfarrado el presupuesto asignado, en sus aventuras nocturnas y para callar a alguna que otra empleada que lo quería acusar de acoso laboral.
Aurora era la única que le había puesto en su lugar después de incontables avances no deseados, pero esto había llegado a su fin ayer, aquel hombre acostumbrado a conseguir lo que deseaba estalló en ira. Producto de esto hoy Aurora se dirigía en un viaje de vacaciones no planificadas a donde su padre, quien no tenía idea de que llegaría esa noche.
El pasaje había sido toda una hazaña conseguirlo, ya que en esta época del año los turistas llegaban como hormigas tras un terrón de azúcar.
El rancho de su padre quedaba en un lugar apartado de aquella pequeña ciudad, que curiosamente contaba con múltiples museos, sitios históricos y una que otra fiesta desenfrenada en estas épocas del año.
Al llegar a la estación buscó rápidamente un taxi, no quería demorar más la sorpresa a su padre. En cuanto el auto empezó su marcha un rostro le pareció conocido entre la multitud pero pronto desapareció y no pudo reconocerlo.
Descartó nuevamente la idea y decidió desviarse a comprar algunos víveres para no llegar con las manos vacías.
Una vez en el rancho, bajó del auto con dos pequeñas maletas y camino unos 100 metros hasta la entrada.
Abrió el portón y pensó que hubiera sido mejor idea haberle avisado a su padre de su llegada, no querría terminar con un agujero en el estómago de un disparo de escopeta, si este la confundiera con un intruso.
Cerró el portón cuidadosamente y emprendió el trayecto hasta la casa principal.
Era imposible apreciar la variedad de flores que su madre había sembrado alrededor de la casa, pero el maravilloso aroma le despertó hermosos recuerdos y le dio esa sensación de seguridad al encontrarse en casa. Al día siguiente le pediría a su padre le llevara al cementerio donde descansaba su madre para llevarle algunas flores del jardín.
Una vez en el corredor de la casa, extrañada, encontró la puerta de la casa a medio cerrar, su padre un hombre de rutinas revisaba todas las puertas antes de irse a la cama religiosamente.
Al entrar vio manchas en el suelo, parecidas a como cuando se arrastra a un animal muerto en el matadero, soltó las maletas y avanzó cuidadosamente.
—Papá, ¿estás bien? Soy Aurora. — Tomó un adorno de madera sólido y se asomó por la esquina, siguiendo las manchas de sangre en el piso.
Sus ojos no podían dar crédito a lo que veía. Su jefe estaba sentado en la silla con un revólver sobre la mesa, sus manos estaban ensangrentadas y tenía una sonrisa distorsionada en su rostro.
El padre de Aurora yacía en el suelo con lo que parecía un disparo en el abdomen. Sintió desfallecer pero sabía que eso no ayudaría en nada.
Levantó el arma improvisada que tenía en las manos y corrió hacia Alfonso, su jefe, gritando como soldado a la guerra.
Alfonso le apuntó con el arma, levantándose repentinamente. Aurora se detuvo de golpe.
—Al fin reunidos como familia, verdad suegrito, — dijo con tono burlesco. —Sabes que no tengo costumbre que me rechacen y gracias a tu denuncia hoy estoy aquí sin empleo, sin familia y sin mi amiga favorita. ¡Si no eres mía no serás de nadie! — vociferó alterado mientras levantaba el arma.
En ese momento Aurora solo pudo cerrar los ojos aguantando la respiración. El sonido del disparo le dejó sorda por unos momentos. Al abrir sus ojos vio como Alfonso salia disparado hacia atrás con un agujero de escopeta en el pecho. El padre de Aurora le veía asustado y esta le devolvía la mirada de desconcierto.
Alfonso no contaba con que mi padre, había encontrado el amor nuevamente en una mujer fuerte y decidida que les había salvado la vida a ambos en ese momento.

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Liberación - Gina D´Algo

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Gina D´Algo

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Trescientos sesenta y cinco días estuvimos en absoluta oscuridad, compartiendo un espacio que se hacía cada vez más reducido. La comida no nos faltaba y oíamos de forma distorsionada lo que ocurría afuera. Durante ese tiempo aprendimos a reconocer otra presencia, que a mí particularmente me agradaba y en cierta medida me tranquilizaba. Irremediablemente, lo único que podíamos hacer para reclamar nuestra libertad era dar patadas contra el minúsculo habitáculo.
Aquella mañana algo extraordinario sucedió. Viví, desconcertado, como mi acompañante se iba separando de mí para introducirse, poco a poco, a través de un angosto pasaje que lo iba succionando, y finalmente desaparecía. ¿Habría terminado su largo cautiverio?
No podía creer que me fuese a quedar allí encerrado. Viéndome solo, la angustia se apoderó de mí.
Notaba que las paredes del claustrofóbico lugar se me echaban encima, empujándome hacia no sabía dónde. ¡Tenía que escapar o moriría aplastado! Afortunadamente mi instinto de supervivencia era mayor que el miedo que sentía hacia lo desconocido. ¿Obtendría por fin mi ansiada libertad?
En el exterior una luz intensa me cegó y tardé unos instantes en recuperar el resuello.
Mientras relinchaba e intentaba, con mucha dificultad, mantenerme erguido; mi hermano ya mamaba plácidamente succionando las ubres de Morita.
Algunos de los turistas que aquel día visitaban el rancho, dedicado a la crianza de caballos de pura raza española, tuvieron la ocasión de presenciar mi nacimiento, aplaudiendo entusiasmados mi llegada al mundo. ¿Acaso presintieron que yo llegaría a ser un ganador del Derby de Kentucky?

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